3 dic 2020

Libertad y pandemia. Una mirada trascendentalista y disidente

“Nada es, en última instancia, tan sagrado como la integridad de tu propio espíritu”

Raph Waldo Emerson

Las plagas y el malestar político suelen seguir los mismos ciclos (Johnson, 2020 [2006]). Un libro reciente sobre la epidemia londinense de cólera de 1854 lo recordaba hace muy poco, acentuando sin querer el carácter geopolítico de la crisis del coronavirus. Como cada vez más literatura epidemiológica está empezando a hacer, El mapa fantasma revela que no estamos ante un cisne negro de proporciones descomunales, sino ante la consumación de una amenaza que se cernía sobre la civilización desde hacía décadas. Lejos de arrojar luz sobre una cuestión prácticamente irrastreable para el ciudadano común, la no espontaneidad del desenlace pandémico puede alimentar tanto las teorías de agenda como el relato mediático, cuyas lagunas e incongruencias -así como un empecinamiento propagandístico del que habrá que dar cuenta- no lo vuelven mucho más plausible que aquellas. En cualquier caso, el texto que viene no se ve concernido por lo causal, que tampoco podría, sino por la que entiende como la cuestión más conflictiva y acuciante de la crisis tras la emergencia sanitaria propiamente dicha: el problema de la libertad individual. 

En sus breves Tres Lecciones sobre la sociedad postindustrial, Daniel Cohen recoge las tres ideas de libertad a las que Philippe D´Iribarne aludió en L´étrangeté française. Primero se refiere a la figura inglesa, esencialmente preocupada porque uno sea propietario de sí mismo, a la manera liberal de Locke y con un inevitable deslizamiento hacia la priorización del mercado de trabajo sobre lo estatal. No sería únicamente el apego visceral al pleno empleo tanto de Inglaterra como de Estados Unidos (Cohen, 2007 [2006]) lo que explicaría por qué ambos países han afrontado la pandemia mucho menos drásticamente que aquellos que han recurrido a las estrategias coercitivas duras sin pensárselo dos veces: la prioridad legal de los derechos individuales sobre lo colectivo ha desempeñado sin duda un papel fundamental en sendos modos de afrontarla. Esta idea de libertad basada en la propiedad de la propia persona fue revisitada por los trascendentalistas norteamericanos, que, de algún modo, recordaron que aquella prioridad legal del yo es en última instancia espiritual; algo que solo mencionaremos de momento, pero sobre lo que no tardaremos en volver.

D´Iribarne alude a una segunda figura, kantiana, que -entre otras cosas- define al hombre libre como aquel que sabe someterse al imperativo categórico de la vida en sociedad, que se antoja ambigua respecto a lo que está ocurriendo y que conduce, en cualquier caso, a un atolladero metafísico al que preferimos no acceder; sobre todo teniendo en cuenta la importancia que lo comunitario tiene en su ciclópeo sistema de pensamiento. Y añade la francesa, que entendería la libertad como no sometimiento al otro “en un sentido que no es jurídico sino casi psicológico” y que tendría que ver con la oposición entre “dominantes y dominados” propuesta por Bourdieu (Cohen, 2007 [2006]). En todo caso, ambos planteamientos son susceptibles de tender a una primacía moderada de lo colectivo sobre lo individual, mientras que al primero no le tiembla el pulso a la hora de mantener la inviolabilidad de los derechos individuales como estándar moral a pesar de lo contingente.

 

La fuerza coercitiva de la lógica. El relato

Tras tomar como referencia estos tres modelos canónicos de libertad a modo introductorio, va llegando el momento de intentar llegar a un quid. Sin importar ahora el origen ni las posibles responsabilidades de países u organismos transnacionales, el mundo libre y el que no lo es tanto han sido torpedeados en sus respectivas líneas de flotación. El resultado inmediato puede describirse como un secuestro de la polis y de la cultura política, y en términos universales, como un proceso paradójico de deshumanización humanizadora: la humillación del zoon politikon aristotélico en nombre de una colectividad amenazada. Con todo, si nos remitiéramos decididamente a nuestra primera figura, las cifras de decesos y afectados por las que ya se están revelando como gravísimas secuelas de la covid no podrían justificar cuantitativamente las estrategias coercitivas practicadas en nuestro país, sencillamente porque estamos ante un problema cualitativo. Tampoco permitirían pasar por alto el colapso forzado de nuestras dinámicas socioculturales; dicho de otra manera, la intervención sine die de nuestros hábitos cívicos, ya revelada como todo un programa de ingeniería social que podría o no ser accidental, pero que ya ha supuesto un fin factual de la democracia.

Quizá tenga sentido recordar que los regímenes totalitarios en ciernes suelen dar sus primeros y traumáticos pasos transformando el lenguaje. En tanto nuevo paradigma político, un concepto como el de «nueva realidad» resulta a priori profundamente constrictor de toda discusión acerca de ese presente y futuro devenidos. Precisa de una idea blindada que se apodere de las masas, y en tal sentido quizá pueda llegar a hablarse de “lógica coercitiva” o de lo que Stalin llamara “la irresistible fuerza de la lógica” (Aguirre y Malishev, 2011). En el caso que nos ocupa, la premisa en la que todos deberíamos estar de acuerdo ya no es la inevitabilidad histórica de la lucha de clases, sino la renuncia voluntaria a los derechos individuales en pro de la citada intervención de la vida y en nombre de la salud. No importa que los problemas éticos se multipliquen al poco de contemplar someramente la cuestión, tampoco la arbitrariedad y hasta el absurdo de muchas de las medidas sanitarias que se van normalizando, ni tampoco las inquietantes incoherencias del relato del coronavirus: la lógica coercitiva asfixia el debate de hasta dónde se puede llegar en el contexto del nuevo zeitgeist epidemiológico.

Efectivamente, una transformación tan exhaustiva de la sociedad tal como la conocíamos no podría consumarse sin la articulación de una narrativa que -expresándolo coloquialmente- solo podemos reconocer por sus actos. Tal como se ha vivido en esta parte del planeta, uno de los aspectos menos discutibles de la situación pandémica es que la comunicación de crisis y el marketing ad hoc han venido armándola entre los cabos del terror y la reprimenda paternalista. Como contrapunto y si se permite el oxímoron, cabe añadir una suerte de autoayuda colectivista que podría obedecer a una «moralización de tropas», pero que también ha romantizado la pérdida de libertades en un tono preocupantemente propagandístico; nada baladí teniendo en cuenta que la otra cara de esta moneda es la estigmatización, primero mediática, y seguidamente popular, de todo lo que no tenga encaje en este guión neototalitario. Por supuesto, la reivindicación del individuo soberano de sí no la tendrá sino como flagrante manifestación de insolidaridad en el mejor de los casos, o como potencial delito contra la salud pública en el peor.

Así es que, utilizando el adjetivo acuñado por Chantal Mouffe en un sentido propio, en el fondo de la cuestión subyace un leitmotiv «agonístico»: la urgencia de la tutela estatal de lo colectivo -la suspensión excepcional e inevitable de los derechos individuales- frente al colapso, sin que ni siquiera quepa la posibilidad de contemplar cualquier otra opción. Precisamente, una de las principales razones de ser del relato es apuntalar esta idea de inevitabilidad de cara a la masa; algo que Giorgio Agamben resume cuando, a propósito de la pandemia, se refiere a un “círculo vicioso perverso” en el que “las limitaciones de libertad impuestas por los gobiernos se aceptan en nombre de un deseo de seguridad creado por los mismos” (Agamben, 2020). Nuestra comunicación de crisis ha evidenciado la creación sistemática de ese deseo, a partir de una línea informativa dada a la cábala morbosa en lo epidemiológico, y a partir también de la dimensión mediática de la misma consigna agonística: la colectividad tutelada y perfectamente adaptada a la «nueva realidad» frente al impulso individualista -que puede o no tener un carácter hedonista- de retomar la vida política. Aunque por cauces que el propio Ortega difícilmente sospecharía, aquel peligro anticipado en La rebelión de las masas se ha consumado vertiginosamente, apoyado en el argumento populísticamente imbatible de la salud colectiva: la estatificación de la vida.


Argumentos para una disidencia desde el trascendentalismo

Si es cierto que en los Dos ensayos sobre el gobierno civil se afirma que “nadie puede perjudicar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones” (Locke, 1996 [1690]), no lo es menos que se hace en base a la razón, así como a una marcada concepción del individuo como ser moralmente libre. Por ello es importante comprender que “razón” remite aquí al concepto lockeano de ley natural, que se apoyaría en una especie de universalidad de la conciencia, así como en una suerte de principio superior de naturaleza divina. No nos interesa tanto el carácter teológico de este viejo planteamiento como la posibilidad que ofrece de actuar ética, pero alternativamente; expresado de una forma más kantiana, de actuar desde el sometimiento a la disciplina de la propia razón, lo que no supondría renunciar a los imperativos, pero sí permitiría disidir. De esta manera, la actuación bajo propia responsabilidad, orientada a no perjudicar al ni al otro en su salud, bien podría identificarse con un ejercicio de obediencia disconforme, aunque sin perder de vista la desobediencia civil como “derecho a negar lealtad y oponerse al gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesuradas o insoportables” (Thoreau, 2006 [1849]).

Hemos revisitado a Locke para señalar que la libertad individual no se asimila exactamente con la licencia de hacer lo que uno quiera, sino que se figura una prevalencia del cuidado del sí mismo y del otro, toda vez que “nadie mete la cabeza en el fuego innecesariamente” (Thoreau, 2006 [1849]). Aceptando que esta razón por naturaleza hace al individuo en sociedad proclive a la obligación moral, y aceptando también la universalidad del argumento, podemos arriesgarnos a afirmar que la ciudadanía tenderá mayoritariamente a evitar el empeoramiento de la situación pandémica. En el hecho de que la lógica coercitiva convenza de lo contrario, podríamos ver tanto una manía tiránica como un quiebro gubernamental que Agamben también consideraría perverso: aquella tenderá a responsabilizar a una sociedad insuficientemente adaptada a la «nueva realidad» de un eventual escenario desfavorable. Este aspecto concreto de la lógica estatificadora nos pone en el camino de una premisa disidente ex profeso: el ciudadano de a pie no tiene porqué aceptar su responsabilidad en ningún supuesto fallo de la sociedad frente a la pandemia; y mucho menos, a cuenta de una suavización de la coerción, practicamente presentada como una gracia de estado.

Seguidas a esta especie de dádiva, las apelaciones gubernamentales a la propia responsabilidad no cambian el hecho de que esta haya quedado constreñida a parcelas sociales cada vez más angostas e inciertas, especialmente bajo amenaza de implementación de las medidas duras y en el contexto de un clima social enrarecido. Así es que, en resumen, tanto los derechos individuales como la libertad contractual han sufrido daños que serán muy difíciles de reparar. De ahí que nos inspiremos en el derecho a la desobediencia del que Thoreau habla en sus escritos políticos, y que lo entendamos como un ejercicio de obediencia a esa lógica superior que hemos esbozado. Claro que la confianza en el sí mismo ha dejado de ser simplemente “una aversión” para la sociedad (Emerson, 2009 [1841]) y se ha convertido en un doble desafío: potencialmente ante la ley, pero también ante una res populi vigilante y embrutecida. Solo nos queda oponer una argumentación trascendente y capaz de penetrar el denso velo del relato hacia una razón inmanente, aunque ello suponga incurrir en las viejas ingenuidades idealistas y exponerse a contundentes líneas contrargumentales. A modo de coda, solo añadir que romper el silencio clamoroso y casi unánime de la intelligentsia sería todo un logro para estos párrafos, ansiosos y abrumados por una discusión que no termina de producirse.


Bibliografía

ADORNO, Theodor/ HORKHEIMER, Max. Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos. Trotta, Madrid, 1998; Dialektik der Aufklärung. Fischer. Frankfurt am Main, 1944.

AGUIRRE E. Virginia/ MALISHEV. “Hannah Arendt: el totalitarismo y sus horrores (primera parte)”. La Colmena N.º 70. Toluca, 2011.

AGAMBEN, Giorgio. “L´invenzione di un´epidemia”. Quodlibet. Roma, 2020.

ARENDT, Hannah. Los orígenes del totalitarismo. Taurus. Madrid, 2007; The Origins of Totalitarianism. Harcourt Brace Jovanovich Inc. Nueva York, 1951.

BONILLA SAUS, Javier. “La ley natural en Locke”. Revista Uruguaya de Ciencia Política. Vol. 20, N.º 1. Montevideo, 2011.

COHEN, Daniel. Tres lecciones sobre la sociedad postindustrial. Katz. Madrid, 2007; Trois Leçons sur la société post-industrielle. Editions du Seuil y La République des Idées. París, 2006.

CORCUFF, Philippe. Individualidades, Común y Utopía. Crítica libertaria del populismo de izquierda. Dado Ediciones. Madrid, 2020.

D´IRIBARNE. Philippe. L´étrangeté française. Editions du Seuil. París, 2006.

DOLAN, Neal. Emerson´s Liberalism. University of Wisconsin Press. Wisconsin, 2009.

EMERSON, Ralph Waldo. Confianza en uno mismo. Gadir. Madrid, 2009; Self-Reliance. James Munroe & Co, Boston, 1841.

LOCKE, John. Dos ensayos sobre el gobierno civil. Planeta-Agostini. Madrid, 1996; Two Treatises of Government. Awnsham Churchill. Londres, 1690.

JOHNSON, Steven. El mapa fantasma. La epidemia que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno. Capitán Swing. Madrid, 2020; The Ghost Map: The Story of London´s Most Terrifying Epidemic and How it Changed Science, Cities and the Modern World. Riverhead, New York, 2006

KANT, Immanuel, Crítica de la razón práctica. Losada. Buenos Aires, 2007; Kritik der praktischen Vernunft. Johann Friedrich Hartknoch. Riga, 1788.

ORTEGA Y GASSET, José. La rebelión de las masas. Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 1999.

THOREAU, Henry David. Desobediencia civil y otros escritos. Tecnos, 2006; “Resistance to Civil Goverment”. Aesthetic Papers. G. P. Putnam. Boston, 1849.

14 jul 2020

Parques nacionales centenarios


La libertad individual, el bien más preciado en tiempos de pandemia

https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-libertad-individual-bien-mas-preciado-tiempos-pandemia-202005220154_noticia.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.google.es%2F

Leer. Número 293. Primavera 2019


Matinales I

La mañana es
otra vez
un contratiempo.

Una combustión en el abdomen,
en el pecho, una tormenta seca,
un halo muerto
en la jaula de hueso.

Una pira funeraria en las entrañas,
un estrago habitándome el pescuezo.
Todo el verbo consumido en sí mismo,
que es toda la ruina,
que cabe en una palma.

La mañana 
es otra vez
un contatiempo.

18 jun 2018

Todo se precipita


8 sept 2017

Paredes de Arena


Leer 285

A pesar de los ensanches y los programas urbanísticos (tan actuales como el famoso PAU, o ya pretéritos como la Unidad Vecinal de Absorción), hubo un tiempo en el que, en una ciudad como Madrid, las torres de ladrillo parecían brotar directamente de los arenales de extrarradio, formando redes cubiculares dispuestas a conquistar palmo a palmo la tierra amarilla; dispuestas a hacerlo más rápido que lo que siempre parece, y mucho más inexorablemente. Es cierto que la guerra continúa -y continuará- mientras quede espacio que reticular; mientras sigan precisándose inacabables almacenes de personas con los que expandir el perímetro de la urbe.

Pero hubo un momento idiosincrático en la modernización de la capital, unos setenta en los que parecía que se hubiese arrancado a un montón de ancianos pueblerinos de provincias y se les hubiese reubicado en aceras a estrenar. Sáenz de San Pedro retrató a alguno y no se sabe si camina filosóficamente o si está algo desorientado. A todo esto, los chavales trepan por los cortados o se reúnen alrededor de un boquete en un talud. Y se ven islotes indultados por sostener una torre de tendido eléctrico, y riachuelos de escombro en los pliegues de los planos inclinados que unen dos niveles. Afortunadamente, Sáenz supo de la importancia de documentar todos estos procesos urbanos tras regresar de Londres, constatando la importante diferencia entre el área urbana más grande de Europa y una pequeña Madrid hambrienta de dehesa.

Aún tenían que suceder muchas cosas. No tardarían en llegar los estragados años del caballo, la delincuencia juvenil de barriada, los realojos de las hordas humildes venidas del campo, pero también la gestación de la clase media, o una regulación urbanística que ya no permite levantar viviendas en cualquier parte, como llegó a estilarse, casi a la manera del Salvaje Oeste. Donde la ciudad termina nos habla de todo esto por una parte. Por otra, despliega una dimensión crítica, poética y muy propia de los espacios vivos: si Londres era entonces una urbe de largo terminada, prácticamente un jardín enorme, Madrid permitió durante un breve lapso la convivencia de lo caótico con lo civilizante. Manzanas recién inauguradas y dunas áridas conformaron panoramas efímeros, hechos de pasado y futuro a partes desiguales y muy capaces de invitar a la nostalgia una vez enmarcados. Y es que todos hemos perdido algún solar íntimo, alguna vista de casas bajas, algún terruño agostado, en esta guerra por el tiempo y el espacio.

Las fotografías incluidas en esta escueta exposición muestran a veces un marcado carácter iconográfico, como es el caso de una que, muy a lo Robert Adams, da fe de la vida entre camiones del Circo Americano. En otra, más a lo Doisneau, vemos a cuatro chavales escalando una pared de arena, alzándose un novísimo edificio blanco tras ellos. En otros casos, las fotos se antojan más casuales, incluso cuando retratan a protoquinquis o a niños posando en el centro de una carretera encharcada y sin pavimentar. De las vallas publicitarias en medio de la nada a la ropa tendida, de aquellas viejas cabinas cuadradas y acristaladas a los muros grafiteados con brocha, el fotógrafo alavés recupera un mundo que parece muchísimo más lejano de lo que verdaderamente es. No cabe duda de que, entonces, las cosas no iban tan rápido como ahora y de que, en muchos sentidos, la capital era mucho más grande y misteriosa. Donde la ciudad termina es de algún modo donde la ciudad, tal como ahora la entendemos, nació. Sí que quedan algunos bastiones de desorden aquí y allá, por supuesto, con lo días contados, pero eso ya es otra historia.

2 feb 2017

Eco de temor reverencial

Leer Nº 279


Un rápido vistazo al trabajo de Lothar Baumgarten en la web de Marian Goodman Gallery le retrata como un artista contemporáneo de ideas propias. No es moco de pavo en un tiempo de estéticas metastásicas y desolación discursiva o, dicho de otro modo, ante un panorama arrasado en el que nada más crece algún que otro brote vivo aquí o allá. Tampoco es que El barco se hunde, el hielo se resquebraja -sugerente título- sea una pieza sonora milagrosa, pero funciona en tanto que consigue contarnos algo. Como el título recién mentado, es capaz de sugerir cosas y hasta de hilarse con la explicación de turno. A Baumgarten le preocupa tanto la relación entre Naturaleza y cultura como el hecho de que la historia occidental sea inseparable de la del colonialismo. Que el bucle de dos horas de sonido editado suene estos días en el Palacio de Cristal no es arbitrario: la edificación se levantó en 1887 a propósito de la Exposición de las Islas Filipinas.

Los ruidos de Baumgarten -básicamente crujidos, descascarillados y algunos arrastres y golpes de mayor intensidad- ganan un curioso reverb en el interior del contenedor decimonónico. Sin embargo, el trajín de los turistas, el acaramelamiento de las parejas y -en definitiva- la atmósfera sonora que cohabita con su homóloga artificial, no ayudan mucho a generar la sensación de resquebrajamiento en la que el artista habría pensado. El barco… podría funcionar mejor de noche, o con un ambiente más silencioso, toda vez que la idea del Palacio de Cristal resquebrajándose -que encajaría en esa vieja categoría de lo monstruoso- no casa bien con el bullir de cotidianeidad despreocupada que le es propio a la conocida estructura acristalada. En cualquier caso, que el venirse abajo del que indirectamente es un símbolo colonial se recree con sonidos de un ciclo natural es de por sí un acierto conceptual; de calado genuinamente crítico, si por ahí se quiere llevar el asunto, pero también poético y trascendental.

Si uno pasa el suficiente tiempo sentado en una de las pocas sillas de tela puestas allí ex profeso, y se abstrae eficientemente de todas las distracciones que amenazan el clímax, que decíamos que no son pocas, asistirá al incremento gradual de los sonidos tipo impacto sobre la cascarilla ambiental. Traen ecos del temor reverencial que inspiran los procesos naturales de magnitud, y adquieren un valor nuevo al escucharse desde un pequeño epicentro no solo de las artes civilizadas, sino de la banalidad del viajero que ya no viaja, y -por qué no decirlo- de la estupidez simple y llana que por todas partes se derrama, iPhone en mano, ajena a esa historia que tanto inquieta al artista. Si uno se lo toma en serio, no es solo el Palacio de Cristal lo que se vuelve vulnerable, sino lo occidental, al menos en su dimensión alienante e insostenible; cuando el vacío que la desnaturalización nos ha dejado se revela en toda su inhumana frialdad.

Desde luego, como recuerdan desde el Reina Sofía, el asunto del hielo-cristal nos lleva a otros derrumbes -valga el cliché periodístico- de rabiosa actualidad: derrumbes financieros debidos a un crecimiento cuyo único límite es el colapso, o derrumbes de masas heladas polares. Mientras muchos artistas contemporáneos tontean con estos temas, que, a decir verdad, hasta van estando manidos, Baumgarten parece manejarlos de forma inteligente; sin esa pedantería tan del arte joven (a ver si envejece de una vez por todas), que es más papista que el Papa y cuyo cinismo es un rasgo idiosincrático de generaciones muy posteriores a la del artífice de los Unsettled Objects (1968-69). Sin duda, los yanomamis -nuestro hombre convivió una temporada con ellos- hicieron un buen trabajo con el intrépido hombre blanco que un día se plantara en sus selvas. El barco se hunde, el hielo se resquebraja puede visitarse hasta el 16 de abril, con la primavera casi al alcance de la mano, y otros tantos estruendos sonando, esta vez en panoramas geopolíticos y económicos que no paran de crujir, justamente como las superficies de las grandes masas de agua helada.

14 dic 2016

Ver con los oídos


Leer Nº 278

Una instalación audiovisual generativa a partir de mediciones heliosismológicas, una obra sonora fotosensible, y hasta otra instalación electromecánica y también sonora, capaz de sugerir una distopía posecológica a partir de una lata recogida en el Cabo de Creus. Son descripciones de algunas de las creaciones que la Fundación Juan March aloja estos días en Madrid; en una exposición de título tan sugerente -y tan ambicioso- como Escuchar con los ojos. Arte sonoro en España, 1961-2016. Allí, una profusa documentación convive con cartelas mecanografiadas sobre cuartillas rayadas -que precisamente resaltan ese carácter documentativo- y con la obra expuesta propiamente dicha. El folleto divide la anterior en “sonora” y visual” y desvela cierta voluntad de “exhibir” sonido. Como la exposición misma, son planteamientos que piden a gritos, una y otra vez, sesudas revisiones dialécticas del tipo “qué es y qué no es esto o lo otro”. Más allá de la Estética y, en cualquier caso, pueden buscarse y encontrarse otras cosas allí; unos cuantos ingenios curiosos, si se quiere, con los que entretenerse cualquiera de las tardes lluviosas a las que suele acostumbrarnos esta época del año.

¿De qué se trata? De montajes, ensamblajes y constructos participativos venidos de una época en la que la interacción entre espectador y obra si acaso despuntaba, pero también de instalaciones diferidas cuyos elementos vemos expuestos, y cuyo audio se pone a nuestra disposición mediante sendos auriculares. De los cassetes para escuchar en auto reverse de Grand Mal Edicions (1986), de toda una escena underground basada en el carteo y envío internacional de cintas, y en la que brilla con especial intensidad el nombre de Esplendor Geométrico. También de propuestas mucho más recientes como 3Dsound Printer_Can (2015) u Observatory/ Lisa Joy (2014-2016), que suceden de algún modo al Disco Excéntrico (1978) de Maderuelo o a ese Paisajes Niños Máquinas (1988) de Lugán; un artefacto naif que necesita ser reparado -siempre pasa en este tipo de exposiciones- y que nos permite disparar manualmente la clase de sonidos que su nombre promete. Por supuesto, podría decirse mucho más de lo expuesto y “exhibido” -o viceversa, o las dos cosas- en la Juan March. No en vano, son más de cuatrocientas obras procedentes de algún momento de lo que ya supera más de medio siglo y, consecuentemente, muchos nombres también; Yturralde, Navarro Baldeweg, Valcárcel Medina, Cruz Novillo y Hugo Martínez Tormo, entre los que cabría citar.

En Escuchar con los ojos hay también mucho de ver con los oídos: en la grabación de un címbalo girando sobre un tocadiscos, en el Oleaje de frecuencias (2004) del último Lugán o en las cintas reversas que uno mismo puede reproducir, lo que se escucha puede evocar imágenes abstractas y muy visuales. Siguiendo con las reflexiones finales, el “desafío curatorial” del que se hace gala en el folleto y con respecto a “mostrar el sonido en espacios diseñados conforme a la lógica de la mirada”, no debería ser tal: la frase entrecomillada resume el que quizá sea el quid más importante del arte sonoro. No solo se trata de que, descontextualizado del espacio expositivo, probablemente pasaría a ser otra cosa, sino también de que no fue precisamente ayer -como quien dice- cuando se “exhibió” el sonido por primera vez. Aquel reto, de haberlo sido alguna vez, debería engrosar de largo las listas de lo asumido y normativizado. Por lo demás, Escuchar con los ojos merece transitarse con calma y ser celebrada por poner precisamente el ojo -y el oído- en las parcelas del arte contemporáneo menos conocidas por el espectador común; como se dijo en relación a las conversaciones celebradas en octubre, con Valcárcel Medina y Maderuelo, en el ciclo paralelo ofrecido por la fundación: por “hacer sonar esa especie de cara B, poco escuchada por el gran público, que pertenece por historia y por derecho a nuestra historia artística contemporánea”.

27 nov 2016

¿Qué hay más allá?


Leer Nº 277

Hitchcock, más allá del suspense se pregunta exactamente eso: ¿Qué hay más allá de Alfred Hitchcock y su cine? La respuesta viene por triplicado. En primer lugar, el carácter ultracontrolador de un director poco dado a derivar parcelas del proceso de creación cinematográfica, poniéndolas, por así decir, en manos de terceros; poco dado, incluso, a desentenderse de las que empezarían donde su trabajo debería terminar, como la promoción de los filmes u otros aspectos comerciales. La segunda respuesta tendría que ver con lo que sigue: una profundización psicológica en su celuloide evidencia la importancia que otorgó a las relaciones entre géneros, y el modo en que subrayó su proverbial complejidad. En tercer lugar, nos queda una voluntad de hacer de sus películas espejos de sus respectivas épocas.

Como quiera que estas tres claves no podrían explicar jamás todo el cine del británico, en el espacio que se extiende entre sendas revelaciones hay cabida para otros acentos. Fue un cineasta mainstream con licencia para desarrollar su propio lenguaje, por ejemplo, mediante el uso de sus icónicos planos detalle al estilo del archiconocido ojo buñueliano. Entre otras, esta última innovación narrativa ha permitido que se le asocie con el surrealismo y la vieja fotografía de la Nueva objetividad. Más allá del suspense nos habla también del pensamiento visual de su protagonista, recopilando unos pocos diagramas relativos a secuencias, movimientos de cámara, etc. Hitchcock, formado fugazmente como artista plástico en su juventud, era sin duda un buen dibujante y -lo que suele ir de la mano- un hombre de imágenes concretas antes que de abstracciones.

Atendamos ahora a ese lío relacional para con las mujeres, vibrante y conflictivo tanto en la vida de nuestro protagonista como en La ventana indiscreta (1954) o Vértigo (1958). Valgan unas palabras de Almodóvar al respecto: “tenía unas relaciones muy neuróticas con las mujeres. No hay necesidad alguna de leer las memorias de Tippi Hedren o Vera Miles para saberlo”. Además, el calzadeño no le perdona que le prohibiera a Miles quedarse embarazada “porque quería que hiciera el papel de Kim Novak en Vértigo” (Conversaciones con Almodóvar. Frédéric Strauss. Akal, 2001). El conflicto se desarrolla horizontal y verticalmente, y Hitchcock se enfanga con tensiones filiales como la de Norman Bates hacia su madre muerta en Psicosis (1960) o, siguiendo un esquema inverso y menos patológico, la de Lydia Brenner hacia su hijo Mitch en Los pájaros (1963). Como el lector interesado no tardará en averiguar, el tema da mucho más de sí tanto dentro como fuera del Espacio Fundación Telefónica.

No nos olvidamos de aquella faceta contemporizadora que referíamos y que se refleja, en la filmografía del genio, en un más que llamativo interés por las estéticas plásticas y arquitectónicas del momento. Valga como ejemplo rápido la vivienda estilo Lloyd Wright que aparece al final de Con la muerte en los talones (1959); una versión escenográfica de La Casa de la Cascada (1936-1939). Recordemos también la intervención de Dalí en Recuerda (1945); aquella con la que el pintor dio forma al sueño de Gregory Peck, en una secuencia notablemente acortada en la versión que llegó a público. Mentemos un momento los nombres de Dior y Balenciaga para dejar claro que la moda no fue menos y quedémonos con que, una vez más, la cosa da de sí lo suficiente como para dejarla correr tras unos alegóricos puntos suspensivos. ¿Qué hay más allá? Una exposición preñada de textualidad, paradójicamente muy poco visual y más bien aburrida, quizá por exponer lo que muchos de nosotros preferiríamos leer o ver en un documental. Lo mejor es la proyección triple de Jeff Desom, casi al final: Rear Window Loop (2010).

7 oct 2016

Breve historia interrumpida de España


Leer Nº 276

El ínterin posvacacional que tanto pesa a las gentes productivas que regresan a sus oficinas, repitiendo una y otra vez las letanías del “ya ni me acuerdo” o el “ha sido demasiado corto” coincide con un problema que, una temporada tras otra, afecta a la programación expositiva capitalina: casi todo se ha clausurado ya y lo que despunta no se ha inaugurado aún. Por fortuna, si busca, uno da con excepciones como Usted está aquí. Historia de España, según Gallego & Rey. La poco conocida Fundación Diario Madrid ha colaborado con el Instituto Quevedo del Humor y ha permitido que -en septiembre- se expusiesen treinta y cinco años del humor gráfico del tándem. La obvia selección de obra corrió a cargo de Juan García Cerrada, y tal labor comisarial en paralelo a la preparación y publicación de Historia de España según Gallego & Rey (Apache, 2016); libro en el que Pluma y cerebro -o viceversa- viajan de Atapuerca a Filipinas y más allá: confrontan a los primeros y a esos “últimos” que vuelven ahora en forma de rodaje ya en marcha con Tosar, Elejalde y algún otro, siete décadas después del estreno del clásico español que Antonio Román dirigiera.

La pareja comenzó con su particular historia patria hace dieciséis años, cuando Correos comenzó a emitir sellos temáticos hasta que el entonces presidente de la entidad y tal como explican los aludidos, consideró que su “mirada de blancos, grises y negros al desastre de Annual, la Segunda República, Guerra Civil y la dictadura franquista era “políticamente comprometida”. Lamentablemente, solo se tiraron cuarenta y ocho de los setenta y dos previstos, quizá por el exceso de sagacidad al que podría referirse tan oscuro eufemismo entrecomillado. La mierda cayendo en cascada (modo deliberadamente soez y -créanme- nada “comprometido” de aludir a la corrupción) ha sido debidamente despachada por la Guillott 303 de Gallego y la inventiva de Rey. Se sabía porque la exposición pasada había recalado ya en otros lares y porque se les conoce, y lo cierto es que últimamente lo han tenido fácil. Un compañero de redacción reprochó a la cabeza pensante lo poco que iba a tener que devanarse los sesos con la cascada mentada a tres columnas. Gallego tampoco puede quejarse: frecuentemente los Bárcenas, las Barberás et altri resultan tan caricaturizables como los apadandadores del tristemente desaparecido Don Miki.

Quizá convendría acotar términos, iluminar la oscuridad como podamos -siempre precariamente- para diferenciar esa inteligencia sin la que Millán Astray podía pasar de un hipotético compromiso político a mirar con las lentes que cada cual prefiera. Esa viñeta sin gracia que Charlie Hebdo ha publicado sobre el seísmo de Amatrice es el perfecto contrapunto a la perspicacia humorística de la pareja que se conociera en El Mundo en el tiempo del “¡se sienten, coño!”. Así las cosas, nos hubieran venido bien aquellos veinticuatro sellos faltantes en su momento, pero siempre hay una segunda oportunidad; en este caso, una materialización postrera en forma de exposición y, sobre todo, de libro. Aquel presidente de Correos a la sazón, que parece más honrado que muchos de sus actuales compañeros de partido, acaba de informar de que la corrupción mentada le ha costado a este último tres millones de votos “por actuar tarde”. Como Forges (que apadrinó la inauguración de la exposición) o Ricardo o El Roto, el dúo no puede permitirse tibiezas ni retrasos como ese que Feijóo lamentaba en El País. Por fortuna, llevan más de tres décadas dando fe de no haberlo hecho. De precio inusitadamente económico, la Historia de España según Gallego & Rey compila, amena y reveladoramente, una selección de ilustraciones en las que cabe el surrealismo hilarante de unas trincatenarias curiosamente magrittianas, los homenajes a Velázquez, Van Gogh, Dalí o Brancusi, y una mordacidad gráfica capaz de matarle los demonios a más de un aficionado a la prensa diaria.

7 sept 2016

De bosquianos contemporáneos


Son días de mares de tinta en torno a Hieronymus y su flamante exposición. No podía ser menos en un año Bosco -con el año Greco aún fresco, por cierto- en el que los fastos y las efemérides vienen conviviendo con alguna que otra polémica técnica. Una de las más sonadas, que tiene mucho de pique interinstitucional, es la degradación de La mesa de los pecados capitales a obra de taller por parte de un especialista holandés. Hay otras tantas atribuciones y desatribuciones que bajan por los ríos de letras, así como una fascinante piedra arrojadiza argumental: la fiabilidad o infiabilidad de los cotejos estilísticos. Ciertamente, puede verse en todo ello un problema de subjetividad muy parecido al que habita esta reseña, bien que aquí no se trate de demostrar nada a nadie, y sí de relacionar al Bosco con alguna que otra rareza contemporánea que goza de universo propio sin dejar de ser subjetivamente bosquiana.

Con el neerlandés pasa lo mismo que con Dalí, Klimt, Keith Haring o la dichosa calavera de Hirst. Es lo suficientemente icónico y reconocible como para penetrar la fina pleura que separa midcult y masscult -habría que discutir la operatividad de estas categorías setenteras en otra parte- y compartir puerta de nevera con un souvenir de Sorrento o de cualquier otro lugar. Hay trazas de Bosco en no poco arte urbano y en la rotulación de tiendas, bares, peluquerías de modernos -¡Qué denominación tan equívoca!- y estudios de tatuaje. También en algunas tendencias actuales de diseño y decoración, lo que es perfectamente comprensible si pensamos cómo el Bosco es pop. Claro que el ingrediente enigmático y malditoide de Bosch -vida y obra- tiene algo que ver con que celebremos ahora, y por todo lo alto, su quinto y no último centenario. Quizá inaugurara ese arte que fascina como fascinan hoy los dibujos mistéricos de Paul Laffoley o la Colección Prinzhorn, aunque sin franquear la terrible frontera a la que un David Nebreda puede guiar con unas fotografías que -en el fondo- andan también a vueltas con los viejos temas infernales.

Misceláneamente y antes de entrar propiamente en materia, son pocos los artistas que manufacturando o diseñando objetos imposibles no recuerden en alguna medida al genio de los Países Bajos. Abu Bakarr Mansaray y Panamarenko lo hacen casi tanto como Sjon Brands, que está en el Lázaro Galdiano con sus Artilugios bosquianos estos días. Sierraleonés y belga -también Laffoley- compartieron espacio en Arstronomy (La Casa Encendida, 2015), por donde pasó el barcelonés Evru (también conocido como Alberto Porta o Zush), que en los noventa hizo boscadas tan elocuentes como Ita Docan (Técnica mixta, 1989-1990) o Renusa (Id., 1990-1991); personajes que bien podrían haber salido del mismísimo Jardín de las delicias. Sea como sea, quien ahora teclea reventará si no confiesa que siempre recuerda a El Bosco cuando ve alguna de las litografías de Adolph Gilitsch sobre los sketches de Ernst Haeckel: parece que Hieronymus se hubiese traído Kuntsformen der Natur (1899-1904) del futuro y hubiese recombinado su contenido en sus característicos lienzos. Sí, no es una referencia actual, de modo que mentaremos a vuelapluma a James Ensor (1860-1949), bosquista aceptado y buena visagra intersecular, y pasaremos a otra cosa.


Ilustraciones del Codex Seraphinianus

El primer contemporáneo al que nos referiremos es Luigi Serafini (1949), y lo haremos a cuenta de su Codex Seraphinianus (1976-1978). El Codex es la enciclopedia de un mundo imposible, escrita en grafismos que simulan un lenguaje inexistente y repleta de ilustraciones muy pero que muy bosquianas. De hecho, podrían pintarse innúmeras series de cuadros al estilo del maestro con los ítems y elementos que Serafini pone a disposición en su códice. Aunque no hiciera falta alguna, nada podría sacarse de las descripciones y explicaciones en letra redondeada, ya que el italiano explicó en su momento que solo quería conseguir una apariencia de lenguaje articulado, y vaya si lo hizo, porque ha puesto a más de un lingüista a devanarse los sesos en busca de vaya usted a saber que maravillas. El libro serafiniano no es único en su especie: no puede dejar de citarse el Manuscrito Voynich; códice medieval envuelto en densísimas nieblas, también con idioma propio -ya sea aparente o articulado- y dibujos lo suficientemente crípticos como para haber inspirado toda clase de teorías tanto sobre los contenidos como en torno a su autoría.

Algunas de las ilustraciones de Marc M. Gustà, ahora en casa y en el más inmediato de los presentes, se prestan a ser relacionadas temática y compositivamente con el legado del artista universal. Heaven and Hell Labyrinth (2010) representa un infierno dantesco de colores deliberadamente saturados que culmina en un edén opaco y poco celeste. Recuerda insistentemente al panel derecho de El jardín de las delicias, y no solo porque su célebre ser comepersonas ocupe una posición central en el laberinto flameante de Gustà, aparte de algunos otros microhomenajes. Aquel terrible "Lasciate ogni speranza, voi ch´intrate" que recibía a los condenados en La Divina Comedia no aparece en la lámina, pero sí algunas palabras que hay que completar para circular imaginariamente por allí: entre otras, si cierras "Purify" asciendes hacia el cielo color piscina, previa purga, claro está, y si haces lo propio con "Sodomy" sigues senda infernal o te pones manos a la penitencia. De algún modo, Gustà podría ser a El Bosco lo que Seymour Chwast a Dante; lo que el dibujante neoyorkino que hace unos años adaptó la Comedia a un lenguaje gráfico que algo podría tener que ver con el del ilustrador que nos ocupa.

Cambio de tercio para adentrarnos en el fangoso mundo de los artistas clínicamente locos, o de los locos artistas, incluídos todos los tópicos que lo transitan. El primero que convendría abatir es el de que todo interesa, seguido del de que siempre se trata de creadores caóticos y muy plásticos: a medio camino entre el minimalismo y el expresionismo abstracto, Agnes Martin (1912-2004) ya demostró que la enfermedad mental es compatible con una producción pictórica intencionadamente pulcra, controlada y sistemática. Siendo muchas las obras y los pintores enfermos que podrían relacionarse de uno u otro modo con el legado de El Bosco, optaremos aquí por William Kurelek (1927-1977) y The Maze (1953). Si Hieronymus pintó infiernos colectivos, el canadiense compuso el suyo propio en el interior de su calavera seccionada y compartimentada; la de un artista underrated donde los haya, a pesar del documental William Kurelek´s The Maze (David Grabin/ Robert M. Young, 2011) y de cuadros tan desconcertantes como I Spit on Life (1953-54) o This is the Nemesis (1965), aunque no tengan ya tanto que ver con la pintura del brabanzón.

Del mismo modo que la referencia al Labyrinth de Gustà cubre ese bosquismo urbano y desenfadado al que aludíamos hace un momento, la del Codex pone en perspectiva a Serafini y toda su obra posterior, como la del Maze conecta a El Bosco con el puñado de artistas buenos que, a lo largo y ancho de nuestra andadura occidental, han gozado de ese misterioso salvoconducto para circular por el insondable mundo del inconsciente. Se añaden así algunos nombres vivos a una lista mucho más amplia que -más allá del ámbito de la creación artística- incluiría a Cronenberg entre los cineastas y a Madonna -dice Sánchez Vidal- en el ámbito de los clips musicales. Es más, dependiendo de lo fino que quiera hilarse podrían sumarse otros tantos, debido fundamentalmente a la universalidad de los temas bosquianos y a la contemporaneidad de sus recursos: otorgar usos absurdos a objetos cotidianos -cuya última consecuencia es el ready made- o crear su particular modelo de kermesse son dos buenas muestras de ello. De hecho, si fusionáramos la serie Carnivàle (Daniel Knauf, 2003-2005) con Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999), solo harían falta unos pocos enseres híbridos, a modo de atrezo, para conseguir la película bosquiana jamás filmada. Ante la improbabilidad de tan delirante empeño y no queriendo alejarnos más de la cuestión que nos ocupa, baste poner a Serafini, Gustà, Kurelek y algún otro citado a disposición del lector, y que cada uno saque sus propias conclusiones.


Marc M. Gustà. Heaven and Hell Labyrinth. 2010

6 sept 2016

Cuando las úes fueron uves


Leer Nº  275

En un tiempo de polarización sociopolítica no se sabe cómo y cuánto de light, se hacen oportunas eventuales revisiones inteligentes de nuestro pasado patrio; se vuelve deseable dedicarle unos minutos al Archivo Luce; darse cuenta de qué España era aquella, más paleta que fascista y menos estéril artísticamente de lo que los tópicos convienen. La cerrazón nació oficialmente en 1945, cuando Robert Capa ya había fotografiado los éxodos miserables que vemos en Barcelona (1939-1998) y que tanto recuerdan a lo que recuerdan, o cuando Kandinsky, Miró et al. habían realizado la serie calcográfica Fraternity, que era un "no convenceréis" internacional publicado en Nueva York en 1939; cuando el llamado Eje había caído y Europa nos abandonaba a nuestra periférica suerte. El caso es que en catorce años caben demasiadas cosas como para sintetizarlas en los nueve bloques que constituyen Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española. 1939-1953, máxime cuando se pasa por la pedagogía y la propaganda franquistas, la arquitectura de la época, el cine y el teatro, la relación en el tiempo y el espacio entre agro y cosmópolis y el exilio, entre otros temas.

En el periodo en cuestión hubo revistas como la falangista Vértice, Reconstrucción, aquella Haz del Sindicato Español Universitario o La codorniz. Pancho Cossío retrataba a los principales ideólogos yugoflechados: Zancajo Ossorio, Primo de Rivera y Ramiro Ledesma. Santos Yubero fotografiaba una larguísima posguerra, Jano se encargaba de la cartelería cinematográfica, Benjamín Palencia pintaba los Paisajes de Vallecas (1943) y Julia Minguillón conseguía el primer galardón femenino de unas exposiciones nacionales de Bellas Artes que retomaron su andadura postbélica en 1941. Escuela de Doloriñas, de ese mismo año, que fue premiado a pesar de sus connotaciones republicanas, genera un simbólico diálogo con el Zuloaga que tiene enfrente -Mi familia (1937)- y que bien podría metaforizar esas complejas relaciones entre Arte y poder que el título de la propuesta sugiere. También se proyectaron monumentos, ora futuristas, ora al estilo ecléctico y clásico que tan caro le fue a los totalitarismos europeos. Se mitificó el campo y la romería, se reprodujo aquí y allá ese arquetipo que a más de un lector le resultará conocido: el soldado, el obrero y el jornalero de espaldas rectangulares y brazos gigantes, marchando juntos, herramienta en mano. En el periodo en cuestión las úes fueron uves y viceversa, y hoy seguimos llamando Cune al vino de la vieja Compañía Vitivinícola del Norte de España.

Gracias sobre todo a D´Ors y al interés del régimen tardío por modernizarse, el arte oficialista convivió con ese otro que no se sentía muy cómodo bajo el yugo nacionalcatólico. Tal es el motivo de que una sala alargada reuna a Uceloy, Lugris, Dalí, Oteiza, Saura, Ferrant, Gutierrez Solana y muchos otros. Luego de los pintores de arenales, muchachos conquenses y paisajes varios, se franquea un quicio efímero hacia la ciudad y sus cosas. Más adelante vienen los exiliados, Picasso, Miró y nuevamente otros y, sin que sea muy ortodoxo decirlo, aquello no acaba nunca. Para entonces uno tiene la sensación de haber dado grandes saltos en el tiempo y, quien la conozca, se preguntará probablemente si no está experimentando los primeros síntomas de una buena fatiga museal. Más allá de todo lo dicho y de sus virtudes, que no son pocas, Campo Cerrado es inmensa, inabarcable y adolece de esta última manía comisarial de proyectar exposiciones ingentes no solo en el excedente -en este caso- de pintura, escultura y material documental. Lo es también en la sobreabundancia de temas solapados, concomitantes a veces, tan relacionados como misceláneos según se hile. Como viene ocurriendo con más frecuencia que la deseable, erra en la mezcla calidad-cantidad, sin que haya otro argumento que esgrimir que la jaqueca que puede llegar a producir el periplo completo por su laberíntico montaje. La lectura diagonal se vuelve más que recomendable para quien pueda soportar pasar por alto una cartela... o dos. Aún así, Campo dice que las úes fueron uves, que luego quisieron ser úes otra vez y que, in illo témpore, pasó de todo aunque hoy no lo parezca.


Ignacio Zuloaga. Mi familia. 1937

19 may 2016

Un secreto a voces


Leer Nº 272

Es inevitable, y deseable, que los viejos paradigmas de lo occidental vayan redefiniéndose; envejeciendo unos con mejor salud que otros; quedando algunos obsoletos ante análisis socioculturales más hijos de un tiempo cada vez más frenético y viriliano. Hasta la intocable diferenciación de Bobbio entre libertad e igualdad, entre derecha e izquierda, puede estar mostrando tímidos signos de obsolescencia en una era pospolítica en la que un filme sobre el Che "restituye" al Che mismo, o la plaza que lleva su nombre al grupo Manouchian, entre otros de los muchos ejemplos de reciclaje funerario (de lo político) que Alain Brossat incluye en su Hartazgo.

Dado Ediciones acaba de traducir una nueva crítica de una mercantilización cultural cada vez más claustrofóbica e insoportable, aunque Brossat va un poco más allá y pone el foco en la seducción; en lo que neologísticamente llama el "gesto prostitucional" del arte y la cultura en general. En tal tesitura, el filósofo francés plantea preguntas que muchos de los lectores de esta reseña se han hecho, seguramente, más de una vez. Una muy jugosa inquiere sobre cómo es posible que el arte contemporáneo pretenda ser subversivo cuando, en el mejor de los casos, sirve a un nuevo régimen de normatividad... claramente integrada en el relato neoliberal.

Brossat analiza una serie de tópicos ubicuos de la segunda modernidad, como el "todo vale" y sus nada baladíes implicaciones políticas, la incoherencia y superficialidad -y rentabilidad- del eslogan "defensa de la cultura" o el modo en que hoy por hoy todo puede ser político, toda vez que ya nada lo es realmente. Todos y cada uno de los hitos por los que el autor nos lleva nos conducen a una seria recomendación: dado que la emancipación de la cultura con respecto al mundo de la mercancía solo puede ser ilusoria, llegará un momento en el que será preciso defenderse de la democracia cultural, y habrá que buscar los modos de hacerlo.

El gran Hartazgo cultural incluye una conversación con Brossat que hace las veces de anexo exegético del texto principal. Allí se revisitan las ideas más importantes del libro: la de la "democracia inmunitaria", la de ese nuevo régimen de normatividad en el que se "disuelven y reciclan los gérmenes de disensión transformándolos en elementos de ornamentación", la de la fabricación (manufacturing) del consenso contemporáneo por y para el capitalismo neoliberal, etc. Genet, Charlie Hebdo, Frente Nacional o Podemos son algunas de las etiquetas relativas a este añadido que, sin duda, vuelve más valiosa aún esta primera -y quién sabe si única- traducción española de Le grand dégoût culturel.

Tridimensionalidad inmersiva


Leer Nº 272

No hace falta mucho tiempo libre para visitar Kinematope en Espacio Fundación Telefónica, eso sí, hasta mediados de este mayo madrileño. Si Kínêma remite a movimiento (véase cinema, cinética, cinegética, etc.) como topos, ya se sabe, a lugar, la forma compuesta que Pablo Valbuena acuña lo hace a su intervención, sobre todo lumínica, de espacios concretos como el que nos ocupa. Lo que hace este performer madrileño del 78 es transformar elementos arquitectónicos preexistentes mediante un uso no demasiado rebuscado de la luz. A tal efecto, Valbuena prescinde de los revestimientos que cubren todo lo que normalmente no vemos de un interior dado, y utiliza lo que queda para reiluminarlo de un modo, cuanto menos, inhabitual. Y sí, Kínêma remite especialmente al cine porque este creador, que conoce ese ramo y el muy correlativo de los videojuegos, pretende superar su bidimensionalidad en aras de una tridimensionalidad inmersiva. Lo cierto es que lo consigue.

Valbuena deja la entraña arquitectónica vista, visible en el techo tras una malla metálica. Sobre nuestras cabezas se extiende lo que parece un enorme circuito. Cables, tubos, conductos; venas y arterias que la piel intercambiable del interior del edificio suele ocultar, se nos revelan en sí mismas y en tanto proyectadas sobre la sala vacía. Una estructura de luces LED ilumina cenitalmente todo ese sistema linfático, como alguien ha escrito, y genera el juego de luz y sombras que reconfigura el espacio. El resultado de la intervención en el histórico edificio de Telefónica recuerda un poco al interior de una astronave de película sci-fi de finales de los ochenta o los noventa, como Aliens o Event Horizon. El sonido de flujo eléctrico que se oye, alto y continuo durante toda la visita, incrementa sin duda esta sensación espacial. No en vano, dicho sondidito es significativamente parecido al que se oye en el interior de los aviones antes de despegar, y en el que solo reparamos verdaderamente cuando la espera se hace demasiado tediosa.

Lo que ocurre con Kinematope, que no deja de sonar a Cinemascope, es justamente lo contrario a lo que pasa con esas exposiciones tan cuantitativamente ambiciosas que acaban con uno por exceso de contenido. Queda claro que la sala deja de ser contenedor, que nos introducimos en la obra misma, que el espacio real coincide con un espacio virtual generado por el artista, conviviendo "dos capas de significado aparentemente contrarias en un mismo espacio vacío: la permanencia y la solidez de la arquitectura con lo efímero y etéreo de la luz, lo material con lo inmaterial...". El extracto del políptico promocional continúa con unos pocos juegos de opuestos más, pero decíamos que la intervención de Valbuena quizá sea demasiado express, en el sentido de que no haya tanto que ver o de que se vea demasiado rápido. Puede que el artista confie demasiado en el espacio mental del observador, o que la carga teórica y conceptual de la propuesta no termine de provocar el milagro perceptivo que sugiere. En verdad que se entra en un espacio resignificado y superpuesto con el real, que se consigue esa tridimensionalidad misteriosa, pero, por así decir, la ilusión se agota en un par de vueltas completas a la penumbrosa sala.

La instalación, que no deja de ser un trompe l´oeil del siglo veintiuno, y que tiene algo de estética discotequera (añadámosla a las ya sugeridas del cine alien noventero y del mundo de los videojuegos) recuerda insistentemente a una de las intervenciones de Lozano-Hemmer en Abstracción Biométrica (Espacio Fundación Telefónica, 2014). Se trata concretamente de Almacén de Corazonadas; una obra en la que la luz y la diafanidad jugaban también papeles fundamentales, aunque al servicio de un relato distinto. Con todo, parece que haya un sustrato común a Valbuena y al mexicano; algo que no significaría mucho de no ser porque parece -a su vez- más relacionado con los medios de producción que con la producción en sí. Quizá exista el riesgo de una codificación demasiado asfixiante; demasiado determinada por el uso de luces de diodo, lámparas de tungsteno y otros elementos a incorporar en una panoplia mucho más limitada de lo que se cree. Kinematope... muy recomendable en cualquier caso.

28 ene 2016

Ingres y lo monstruoso (publicado como "El monstruo fuera de tiempo")


Leer Nº  269

Parece mentira que Ingres haya compartido siglo con Corot y Delacroix, siendo, quizá, como un faro de luz antigua en su tiempo. De hecho, pudo ser como Sibelius: un reaccionario rodeado de innovadores, y que sin embargo logró "vivir en la memoria de los hombres", tal y como el artista francés deseaba para sí. Perpetuar la belleza (Casimiro, 2015) clarifica mucho la cuestión. Esta compilación de algunas de las cosas que Ingres dijo sobre su obra, su tiempo y demás, nos revela a un pintor convencido de haber nacido en el siglo equivocado, de la naturaleza divina de Rafael y -lo más significativo- depositario de una visión monstruosa del arte; sí, monstruosa incluso en su momento.

Para el autor de uno de los cuadros más planos e inexpresivos que se han visto nunca, Júpiter y Tetis, "todo está hallado", así que "no es nuestra tarea inventar sino continuar". Lo chirriante no está tanto en estas sentencias, que pueden ser algo ciertas, como en el hecho de que los tres conceptos favoritos y casi intercambiables de Ingres (Naturaleza, Belleza y Verdad) habitan, muy probablemente, bien lejos de esas representaciones simbólicas que ante todo hablan de órdenes y armonías artificiales. Ya lo sospecharon unos pocos críticos de su tiempo: Ingres, grandísimo pintor, no tenía demasiada imaginación. Curiosamente, Turner, que exploró el triunvirato trascendental con rarísima fortuna, pensaba que los que vinieron antes que él no habían dejado sino unas pocas espigas por recolectar. Cómo se equivocaron uno y otro.

Lionello Venturi epiloga el librillo mentado con un acertado resumen del caso Ingres: "se aferró desesperadamente a su teoría porque no tuvo el coraje de dar rienda suelta a su propia sensibilidad", pero lo cortés no quita lo valiente y su pintura impresiona en vivo. Una obra como Napoleón en su trono imperial (1806), que parece una reproducción digital gigante, demuestra que las carencias del galo son la contrapartida de sus puntos fuertes. Por lo pronto, véase esa capacidad de sintesis compositiva -de hacer funcionar el conjunto de lo real- que llamó en su momento la atención de cierta crítica afín al cubismo. Por muy congeladas y sin vida que se nos presenten sus superproducciones, estas tienen la capacidad de amedrentar al más descreído y escéptico de los observadores; es más de lo que se puede pedir a un arte tan dogmático y demodé como el de Jean Auguste, que, después de todo, parece merecedor de su tan ansiada victoria sobre el olvido.

Hay más: la Naturaleza, tan en boca del discípulo de David, es sacrificada en aras del funcionamiento total de la obra. Así, las proporciones anatómicas de las figuras humanas se deforman -una vez más, monstruosamente- y su filiación a lo simbólico inmóvil desemboca en un fascinante realismo antinatural. Se trata de un fenómeno paralelo a la intelectualización de sus creaciones más ambiciosas, y de ahí que no sea tan constatable ni en los retratos -Ingres fue un gran retratista a su pesar- ni en el dibujo, cuando el autor de El baño turco (1862) se desenvuelve plásticamente sin someterse aún a la Imagen Ideal. Una esfinge aberrantemente semihumana, un Niño Jesús de cabeza notoriamente desproporcionada, un tratamiento exhacerbadamente marmóreo de la carne unido a extremidades de longitudes imposibles, serán algunas de las curiosidades que encontraremos en El Prado estos días.

En el legado de este enemigo declarado de Rubens, para terminar, hay muchísima más cera de la que parece arder. Podría incluso decirse que, como serendípicamente, ha hecho más por cuestionar los grandes constructos culturales a los que se sometió en vida que por perpetuarlos, al menos, en la forma inmutable e intocada que él mismo pretendió para la Belleza. Ingres es mucho más que el último neoclásico, y en tanto dibujante violento cercado por coloristas, supo imprimir a su obra un caracter legitimador que quizá sea, paradójicamente, esa voluntad imposible de cercenar todo impulso creador bastardo; es, en cierto modo, un productor de esos monstruos -benignos, en su caso, que bien supo Goya que produce y seguirá produciendo toda razón indiscutida.

22 dic 2015

Bestias de playa


Leer Nº 268

Que Theo Jansen (Scheveningen, 1948), artista con formación de físico, sea una especie de Da Vinci contemporáneo, explica en buena parte la expectación que Asombrosas criaturas viene generando. En Espacio Fundación Telefónica desde el pasado 23 de octubre, su obra nos empuja hacia ese sustrato mítico universal en el que Ícaro intenta volar cuidándose del sol, en el que el doctor Frankenstein despliega su prometeísmo, o en el que -y este parece el caso- un científico heterodoxo decide crear seres tecnológicos autónomos y hasta sujetos a un cuadro evolutivo propio. Claro que el anuncio de BMW de 2007, como ocurriera con La Catedral de Justo (Mejorada del Campo, 1961) en un anuncio de Aquarius de 2005, ha puesto sin duda a Jansen al alcance del gran público.

Strandbeest es el nombre genérico con el que este holandés a bautizado a sus creaciones, todas ellas dotadas de nombres latinos, e inscritas en periodos de idéntica resonancia. Son esculturas cinéticas de aspecto animal, sofisticadas y rudimentarias al tiempo, y construidas con tubos plásticos, bridas, cordeles, cintas de embalar y otros materiales pobres. Animaris Rhinoceros Lignatus (1997-2001) es la excepción que confirma la regla: más pesada y de apariencia más estática, Animaris presenta el aspecto de un cigueñal gigante construido con cajas de madera. No en vano, pertenece al que se describe como el único periodo experimental de Jansen; el quinto o Lignatum, según la clasificación propuesta por el artista.

Las criaturas, ciertamente asombrosas, ganan más vistas en video o a cierta distancia que desde cerca. Sin embargo, la disparidad de sus juntas y ensamblajes varía según su pertenencia a una u otra etapa "evolutiva", dando una idea de progreso técnico, y tal vez sugiriendo que las bestias avanzan hacia sucesivos estadios de perfeccionamiento. Fósiles y móviles, suspendidas en el aire, tumbadas o en plena demostración cinética, las osamentas plásticas de Jansen susurran una utopía sensacional de seres benignos creados por y para el hombre; seres a la vez útiles y gráciles, recortados sobre cielos tormentosos y atardeceres friedrichianos en playas nórdicas. En conjunto, podría decirse que componen una imagen utópica y distópica al tiempo; como ilustrativa de una categoría híbrida de las anteriores.

Parece que nada de esto se articularía debidamente sin una buena argamasa de ficción, que logre, por ejemplo, que todos esos latinajos que Theo reparte no parezcan demasiado arbitrarios. Y entra aquí la idea de "un mar que no hace más que subir y que "amenaza con hacer retroceder los límites de nuestra tierra hasta donde estuvieron en el medievo". Las criaturas, de ser funcionales, se aliarían con el medio para frenar el insalvable avance del piélago, a partir de ciertas labores bastante enrevesadas con las dunas y la arena. Por fortuna, la viablilidad de los planes de Jansen no tiene por que tener jurisdicción alguna más allá de su universo creador. Por desgracia, hará falta mucho más que un parque de bichos plásticos y huesudos para hacer frente a los desbarajustes con los que, previsiblemente, la Tierra responderá a nuestra desmesura civilizada.

Theo, no obstante, ha ido enterrando con los años ese sueño conservacionista mentado, y muy en consonancia con la ideología desplegada en The Great Pretender; libro de traducción y edición española prometedora, aunque no se sabe si esperada. Por ahora podemos conformarnos con una exposición fascinante y tan inspiradora como El relojero ciego (Richard Dawkins, 1986; autor de El gen egoísta, para más pistas) fue para su protagonista. Es cierto que el atípico físico asombra en un tiempo de insoportable vacuidad, muy a pesar de que un puñado de tubos de origen petrolífero, por bien ensamblados que se presenten, serán siempre una afrenta a la Naturaleza, y en ningún caso un fósil que pueda hablarnos de nuestros orígenes. Todo lo más, nos hablará de nuestra insensata deriva hacia quien sabe dónde. Theo Jansen. Asombrosas Criaturas, hasta el 17 de enero en Fuencarral 3. Tercera planta.

2 nov 2015

Dismaland y el anarquismo


Leer Nº 267

Se gestó en el silencio que rodea a todo lo que hace quien -parece que a su pesar- ha desembarcado, directamente desde los muros urbanos, en Bonhams y Shotheby´s. Se llama Dismaland y es un parque temático inverso, inapropiado para los niños -Banksy dixit- y anunciado en su web como "Bemusement Park". Quizá tal Parque de Confusión pueda preservar la obra que reune en Weston-super-Mare de esa garra snob que paga lo que no valen esos iconos populares que ya todos conocemos. A quienes agitan los billetes no les frena el hecho de que el artista no comprenda como esos "idiotas" pueden comprar esa "mierda". Quieren su manifestante con ramo de flores; eso es todo.

De su reino dismal -deprimente- Banksy también dice que es un "parque familiar para anarquistas principiantes", eso sí, algunos dispuestos a pagar 1000 libras por una entrada en Ebay. El misterioso plantillero tiene razón... Es todo muy confuso, y particularmente el hecho de que Damien Hirst esté representado en el Dismaland de marras; uno de los principales adalides de la perversión mercadera del Arte Contemporáneo o, como dijo Campbell-Johnson en el Times, un artista que tiene "ese toque comercial" que puede venirle muy bien a cualquier museo con dificultades económicas. Es más, las oscurísimas operaciones de especulación de Hirst y Frank Dunphy, su contable, hicieron aguas no hace mucho. Los anarquistas, principiantes o no, deberían buscar la crítica del Capitalismo Avanzado en otra parte. Probablemente ya lo sepan.

¿Cómo es aquello? Parece que distópico y trufado de figurantes deliberadamente siniestros, pero kitch y cool, cómo no. La sirenita desfigurada por efecto de una interferencia catódica (una ocurrencia genial, por otra parte), el accidente de Cenicienta o la Muerte en el coche de choque no son más que elementos de una enorme maniobra de distracción. Es dudoso que tales obras admitan dobles y triples lecturas -se ha escrito tal cosa- y bien ponderable que tengan la profundidad conceptual de un charco de ciudad, pero el Diazepam visual funciona lo suficientemente bien como para atribuirse veleidades libertarias. Un lugar como el Museo Estatal Auschwitz-Birkenau puede resultar deprimente e inapropiado para la infancia, e incluso incitar al anarquismo, por qué no. Lo que Dismaland ofrece, en cambio, parece más un revulsivo rápido Ante el dolor de los demás; como ese libro de Susan Sontag que casi termina con una aseveración terrible: "No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es la guerra; y como se convierte en normalidad".

Así, este prolífico parque no miente menos que Disneyland, siendo ambos como son, luz y sombra de la misma mitología del Progreso. Y si Picasso dijo que después de Altamira todo es decadencia, cabe añadir que tras Warhol esa decadencia se volvió perversa. Ahora, una élite de warhols 2.0 se encarga de la crítica que el propio Sistema auspicia para sí, y nos recuerda que nada realmente transgresor ha sucedido desde el tiempo de las vanguardias, hace ya un siglo. Quien o quienes estén detrás del nombre mágico, Banksy, está o están cada vez más en la cuerda de gente como Hirst, Tracy Emin o Jeff Koons; esto es, en las antipodas de toda revulsión genuina, más allá de todas las provocaciones de obra o de voz que provengan de tan cotizados artistas. No en vano, alguien ha dicho que, cuando se lanza un ladrillo a dicho Sistema, este lo devuelve transformado en chapa de Che Guevara.

Con todo, la curiosa fábrica de ladrillos en transformación aloja piezas pintonas como Big Rij Jig de Mike Ross o Giant Pin Wheel del propio Banksy. Pero aunque resulte casi inevitable acordarse del Puppy de Koons en el Guggenheim, Dismaland también tiene bastante de Simon Rodia y sus Watts Towers, de Clarence Schmidt y su Woodstock Environment, de Niki de Saint Phalle y su Giardino dei Tarocchi o de Jean Tinguely y su Cyclope; marcianadas puras y duras, como se dice ahora, que evocan lo que sea que evoquen sin sermonear envenenadamente, y si no es acerca de sí mismas y de los respectivos mundos a los que parecen pertenecer. Solo cabe esperar que algo verdaderamente interesante esté sucediendo en otra parte, quizá no demasiado lejos de Weston-super-Mare.

12 ago 2015

Un héroe de Hydrocal


Leer Nº 262

En los manuales de museología es habitual encontrar, en la sección pertinente, una definición de vandalismo como la acción voluntaria, individual o grupal, que destruye total o parcialmente un bien cultural. Tales libros no suelen contemplar un eventual vandalismo creador: la modificación artística del sentido simbólico de un monumento como el pilar pétreo de Fort Greene; un nuevo tipo de «destrucción» monumental por erección de prolongación estatuaria (en este caso, el busto a lo procer romano de Edward Snowden). Ha sido un grupo de "guerrilleros artísticos" anónimos y neoyorkinos y la prensa internacional les ha dado la coba justa. La intervención, afortunada y parece que intencionadamente reversible, ha sido más bien pasto de blogs, redes sociales y medios locales como Animal New York, que ha seguido el proceso de principio a fin.

El pilar de Fort Greene Park (Brooklyn) recuerda a víctimas estadounidenses de la Guerra de Independencia; concretamente, a los revolucionarios que murieron en los barcos prisión británicos atracados en el célebre barrio neoyorkino durante la contienda. Los instaladores del efímero busto de Hydrocal -material apto para la imitación del típico bronce patinado de las esculturas urbanas- ven en la figura del ex-analista a un héroe continuador de la saga de martires. Sea como fuere, los empleados municipales cubrieron la efigie del refugiado en Rusia en cuanto se supo de ella: la cubrieron en el ínterin mediado entre descubrimiento y desmantelamiento como si se tratase de un cadáver, otorgando -como casi siempre, torpemente- más valor al símbolo velado que el que la chiquillada artística, a priori, pueda en realidad tener. Luego llegaron ciertos The Illuminators con la secuela.

Esta segunda partida de artistas de guerrilla generó un holograma azulado de Snowden durante 20 minutos, justo sobre el lugar en el que la primera había levantado el busto fake. Lo hicieron con proyectores y una nube de ceniza, consiguiendo un inquietante efecto fantasmagórico a lo Albert Speer. El New York Times relaciona a The Illuminators con Occupy Wall Street y una intervención anterior en el Met, que incluyó arrestos y confiscación de proyector, y que delata un autoritarismo realmente paranoico en la Tierra de la Libertad y las oportunidades; quizá el propio de un Occidente que va polarizándose cada vez menos lentamente, a pesar de que el con nosotros-contra nosotros sea, probablemente, tan viejo como esa proverbial profesión más antigua del mundo.

La Historia esta llena de zonas que la luz del sol tardará mucho en bañar. Demasiado llena de Maines y Marinus van der Lubbes como para heroificaciones como la que nos ocupa. Conrad y Auster, con sus respectivos El agente secreto y Leviatán, han recorrido literariamente algunas de esas regiones oscuras, poniendo en evidencia la célebre cantinela -hoy felizmente desaparecida- de Sáenz de Buruaga cerrando su informativo: aquel cínico "así son las cosas y así se las hemos contado". No, las cosas no son así ni asa, y quizá no haya más remedio que acudir a la Filosofía de la Historia o, mejor aún, encomendarse a la Virgen (a ser posible con el espíritu crítico integro). Y es que Snowden probablemente sea héroe y traidor al tiempo, del mismo modo que los martires de aquella vieja guerra son tan predecesores del retratado en su inferida lucha por la libertad, como de quienes quiera que fundasen las agencias para las que trabajara.

Así las cosas, quizá quepa preguntarse si el aspecto verdaderamente revolucionario del Guerrilla Art no empieza justamente donde termina la contrapropaganda. Quizá se encuentre en las pequeñas resignificaciones autónomas e ilegales, naturalmente, del espacio urbano y Tina Turner tuviese razón en su We Don´t Need Another Hero. Nos van sobrando los héroes, incluidos los de Hydrocal, y nos va faltando el aire y el espacio en un mundo cada vez más claustrofóbico. Reinventar la ciudad por reinventarla -o por cuestionar la materialización de ese orden sin rostro que pretende robarnos la vida en forma de datos- puede ser una buena alternativa al viejo juego: la de desobedecer creativamente más allá de las militancias, si no es la simple y llana de disentir con el mundo que viene.