3 dic 2020

Libertad y pandemia. Una mirada trascendentalista y disidente

“Nada es, en última instancia, tan sagrado como la integridad de tu propio espíritu”

Raph Waldo Emerson

Las plagas y el malestar político suelen seguir los mismos ciclos (Johnson, 2020 [2006]). Un libro reciente sobre la epidemia londinense de cólera de 1854 lo recordaba hace muy poco, acentuando sin querer el carácter geopolítico de la crisis del coronavirus. Como cada vez más literatura epidemiológica está empezando a hacer, El mapa fantasma revela que no estamos ante un cisne negro de proporciones descomunales, sino ante la consumación de una amenaza que se cernía sobre la civilización desde hacía décadas. Lejos de arrojar luz sobre una cuestión prácticamente irrastreable para el ciudadano común, la no espontaneidad del desenlace pandémico puede alimentar tanto las teorías de agenda como el relato mediático, cuyas lagunas e incongruencias -así como un empecinamiento propagandístico del que habrá que dar cuenta- no lo vuelven mucho más plausible que aquellas. En cualquier caso, el texto que viene no se ve concernido por lo causal, que tampoco podría, sino por la que entiende como la cuestión más conflictiva y acuciante de la crisis tras la emergencia sanitaria propiamente dicha: el problema de la libertad individual. 

En sus breves Tres Lecciones sobre la sociedad postindustrial, Daniel Cohen recoge las tres ideas de libertad a las que Philippe D´Iribarne aludió en L´étrangeté française. Primero se refiere a la figura inglesa, esencialmente preocupada porque uno sea propietario de sí mismo, a la manera liberal de Locke y con un inevitable deslizamiento hacia la priorización del mercado de trabajo sobre lo estatal. No sería únicamente el apego visceral al pleno empleo tanto de Inglaterra como de Estados Unidos (Cohen, 2007 [2006]) lo que explicaría por qué ambos países han afrontado la pandemia mucho menos drásticamente que aquellos que han recurrido a las estrategias coercitivas duras sin pensárselo dos veces: la prioridad legal de los derechos individuales sobre lo colectivo ha desempeñado sin duda un papel fundamental en sendos modos de afrontarla. Esta idea de libertad basada en la propiedad de la propia persona fue revisitada por los trascendentalistas norteamericanos, que, de algún modo, recordaron que aquella prioridad legal del yo es en última instancia espiritual; algo que solo mencionaremos de momento, pero sobre lo que no tardaremos en volver.

D´Iribarne alude a una segunda figura, kantiana, que -entre otras cosas- define al hombre libre como aquel que sabe someterse al imperativo categórico de la vida en sociedad, que se antoja ambigua respecto a lo que está ocurriendo y que conduce, en cualquier caso, a un atolladero metafísico al que preferimos no acceder; sobre todo teniendo en cuenta la importancia que lo comunitario tiene en su ciclópeo sistema de pensamiento. Y añade la francesa, que entendería la libertad como no sometimiento al otro “en un sentido que no es jurídico sino casi psicológico” y que tendría que ver con la oposición entre “dominantes y dominados” propuesta por Bourdieu (Cohen, 2007 [2006]). En todo caso, ambos planteamientos son susceptibles de tender a una primacía moderada de lo colectivo sobre lo individual, mientras que al primero no le tiembla el pulso a la hora de mantener la inviolabilidad de los derechos individuales como estándar moral a pesar de lo contingente.

 

La fuerza coercitiva de la lógica. El relato

Tras tomar como referencia estos tres modelos canónicos de libertad a modo introductorio, va llegando el momento de intentar llegar a un quid. Sin importar ahora el origen ni las posibles responsabilidades de países u organismos transnacionales, el mundo libre y el que no lo es tanto han sido torpedeados en sus respectivas líneas de flotación. El resultado inmediato puede describirse como un secuestro de la polis y de la cultura política, y en términos universales, como un proceso paradójico de deshumanización humanizadora: la humillación del zoon politikon aristotélico en nombre de una colectividad amenazada. Con todo, si nos remitiéramos decididamente a nuestra primera figura, las cifras de decesos y afectados por las que ya se están revelando como gravísimas secuelas de la covid no podrían justificar cuantitativamente las estrategias coercitivas practicadas en nuestro país, sencillamente porque estamos ante un problema cualitativo. Tampoco permitirían pasar por alto el colapso forzado de nuestras dinámicas socioculturales; dicho de otra manera, la intervención sine die de nuestros hábitos cívicos, ya revelada como todo un programa de ingeniería social que podría o no ser accidental, pero que ya ha supuesto un fin factual de la democracia.

Quizá tenga sentido recordar que los regímenes totalitarios en ciernes suelen dar sus primeros y traumáticos pasos transformando el lenguaje. En tanto nuevo paradigma político, un concepto como el de «nueva realidad» resulta a priori profundamente constrictor de toda discusión acerca de ese presente y futuro devenidos. Precisa de una idea blindada que se apodere de las masas, y en tal sentido quizá pueda llegar a hablarse de “lógica coercitiva” o de lo que Stalin llamara “la irresistible fuerza de la lógica” (Aguirre y Malishev, 2011). En el caso que nos ocupa, la premisa en la que todos deberíamos estar de acuerdo ya no es la inevitabilidad histórica de la lucha de clases, sino la renuncia voluntaria a los derechos individuales en pro de la citada intervención de la vida y en nombre de la salud. No importa que los problemas éticos se multipliquen al poco de contemplar someramente la cuestión, tampoco la arbitrariedad y hasta el absurdo de muchas de las medidas sanitarias que se van normalizando, ni tampoco las inquietantes incoherencias del relato del coronavirus: la lógica coercitiva asfixia el debate de hasta dónde se puede llegar en el contexto del nuevo zeitgeist epidemiológico.

Efectivamente, una transformación tan exhaustiva de la sociedad tal como la conocíamos no podría consumarse sin la articulación de una narrativa que -expresándolo coloquialmente- solo podemos reconocer por sus actos. Tal como se ha vivido en esta parte del planeta, uno de los aspectos menos discutibles de la situación pandémica es que la comunicación de crisis y el marketing ad hoc han venido armándola entre los cabos del terror y la reprimenda paternalista. Como contrapunto y si se permite el oxímoron, cabe añadir una suerte de autoayuda colectivista que podría obedecer a una «moralización de tropas», pero que también ha romantizado la pérdida de libertades en un tono preocupantemente propagandístico; nada baladí teniendo en cuenta que la otra cara de esta moneda es la estigmatización, primero mediática, y seguidamente popular, de todo lo que no tenga encaje en este guión neototalitario. Por supuesto, la reivindicación del individuo soberano de sí no la tendrá sino como flagrante manifestación de insolidaridad en el mejor de los casos, o como potencial delito contra la salud pública en el peor.

Así es que, utilizando el adjetivo acuñado por Chantal Mouffe en un sentido propio, en el fondo de la cuestión subyace un leitmotiv «agonístico»: la urgencia de la tutela estatal de lo colectivo -la suspensión excepcional e inevitable de los derechos individuales- frente al colapso, sin que ni siquiera quepa la posibilidad de contemplar cualquier otra opción. Precisamente, una de las principales razones de ser del relato es apuntalar esta idea de inevitabilidad de cara a la masa; algo que Giorgio Agamben resume cuando, a propósito de la pandemia, se refiere a un “círculo vicioso perverso” en el que “las limitaciones de libertad impuestas por los gobiernos se aceptan en nombre de un deseo de seguridad creado por los mismos” (Agamben, 2020). Nuestra comunicación de crisis ha evidenciado la creación sistemática de ese deseo, a partir de una línea informativa dada a la cábala morbosa en lo epidemiológico, y a partir también de la dimensión mediática de la misma consigna agonística: la colectividad tutelada y perfectamente adaptada a la «nueva realidad» frente al impulso individualista -que puede o no tener un carácter hedonista- de retomar la vida política. Aunque por cauces que el propio Ortega difícilmente sospecharía, aquel peligro anticipado en La rebelión de las masas se ha consumado vertiginosamente, apoyado en el argumento populísticamente imbatible de la salud colectiva: la estatificación de la vida.


Argumentos para una disidencia desde el trascendentalismo

Si es cierto que en los Dos ensayos sobre el gobierno civil se afirma que “nadie puede perjudicar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones” (Locke, 1996 [1690]), no lo es menos que se hace en base a la razón, así como a una marcada concepción del individuo como ser moralmente libre. Por ello es importante comprender que “razón” remite aquí al concepto lockeano de ley natural, que se apoyaría en una especie de universalidad de la conciencia, así como en una suerte de principio superior de naturaleza divina. No nos interesa tanto el carácter teológico de este viejo planteamiento como la posibilidad que ofrece de actuar ética, pero alternativamente; expresado de una forma más kantiana, de actuar desde el sometimiento a la disciplina de la propia razón, lo que no supondría renunciar a los imperativos, pero sí permitiría disidir. De esta manera, la actuación bajo propia responsabilidad, orientada a no perjudicar al ni al otro en su salud, bien podría identificarse con un ejercicio de obediencia disconforme, aunque sin perder de vista la desobediencia civil como “derecho a negar lealtad y oponerse al gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesuradas o insoportables” (Thoreau, 2006 [1849]).

Hemos revisitado a Locke para señalar que la libertad individual no se asimila exactamente con la licencia de hacer lo que uno quiera, sino que se figura una prevalencia del cuidado del sí mismo y del otro, toda vez que “nadie mete la cabeza en el fuego innecesariamente” (Thoreau, 2006 [1849]). Aceptando que esta razón por naturaleza hace al individuo en sociedad proclive a la obligación moral, y aceptando también la universalidad del argumento, podemos arriesgarnos a afirmar que la ciudadanía tenderá mayoritariamente a evitar el empeoramiento de la situación pandémica. En el hecho de que la lógica coercitiva convenza de lo contrario, podríamos ver tanto una manía tiránica como un quiebro gubernamental que Agamben también consideraría perverso: aquella tenderá a responsabilizar a una sociedad insuficientemente adaptada a la «nueva realidad» de un eventual escenario desfavorable. Este aspecto concreto de la lógica estatificadora nos pone en el camino de una premisa disidente ex profeso: el ciudadano de a pie no tiene porqué aceptar su responsabilidad en ningún supuesto fallo de la sociedad frente a la pandemia; y mucho menos, a cuenta de una suavización de la coerción, practicamente presentada como una gracia de estado.

Seguidas a esta especie de dádiva, las apelaciones gubernamentales a la propia responsabilidad no cambian el hecho de que esta haya quedado constreñida a parcelas sociales cada vez más angostas e inciertas, especialmente bajo amenaza de implementación de las medidas duras y en el contexto de un clima social enrarecido. Así es que, en resumen, tanto los derechos individuales como la libertad contractual han sufrido daños que serán muy difíciles de reparar. De ahí que nos inspiremos en el derecho a la desobediencia del que Thoreau habla en sus escritos políticos, y que lo entendamos como un ejercicio de obediencia a esa lógica superior que hemos esbozado. Claro que la confianza en el sí mismo ha dejado de ser simplemente “una aversión” para la sociedad (Emerson, 2009 [1841]) y se ha convertido en un doble desafío: potencialmente ante la ley, pero también ante una res populi vigilante y embrutecida. Solo nos queda oponer una argumentación trascendente y capaz de penetrar el denso velo del relato hacia una razón inmanente, aunque ello suponga incurrir en las viejas ingenuidades idealistas y exponerse a contundentes líneas contrargumentales. A modo de coda, solo añadir que romper el silencio clamoroso y casi unánime de la intelligentsia sería todo un logro para estos párrafos, ansiosos y abrumados por una discusión que no termina de producirse.


Bibliografía

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