Son días de mares de
tinta en torno a Hieronymus y su flamante exposición. No podía ser
menos en un año Bosco -con el año Greco aún fresco, por cierto- en
el que los fastos y las efemérides vienen conviviendo con alguna que
otra polémica técnica. Una de las más sonadas, que tiene mucho de
pique interinstitucional, es la degradación de La mesa de los
pecados capitales a obra de
taller por parte de un especialista holandés. Hay otras tantas
atribuciones y desatribuciones que bajan por los ríos de letras, así
como una fascinante piedra arrojadiza argumental: la fiabilidad o
infiabilidad de los cotejos estilísticos. Ciertamente, puede verse
en todo ello un problema de subjetividad muy parecido al que habita
esta reseña, bien que aquí no se trate de demostrar nada a nadie, y
sí de relacionar al Bosco con alguna que otra rareza contemporánea
que goza de universo propio sin dejar de ser subjetivamente
bosquiana.
Con
el neerlandés pasa lo mismo que con Dalí, Klimt, Keith Haring o la
dichosa calavera de Hirst. Es lo suficientemente icónico y
reconocible como para penetrar la fina pleura que separa midcult
y masscult -habría
que discutir la operatividad de estas categorías setenteras
en otra parte- y compartir
puerta de nevera con un souvenir de Sorrento o de cualquier otro
lugar. Hay trazas de Bosco en no poco arte urbano y en la rotulación
de tiendas, bares, peluquerías de modernos -¡Qué
denominación tan equívoca!- y estudios de tatuaje. También en
algunas tendencias actuales de diseño y decoración, lo que es
perfectamente comprensible si pensamos cómo el Bosco es pop.
Claro que el ingrediente enigmático y malditoide de Bosch -vida y
obra- tiene algo que ver con que celebremos ahora, y por todo lo
alto, su quinto y no último centenario. Quizá inaugurara ese arte
que fascina como fascinan hoy los dibujos mistéricos de Paul
Laffoley o la Colección Prinzhorn, aunque sin franquear la terrible
frontera a la que un David Nebreda puede guiar con unas fotografías
que -en el fondo- andan también a vueltas con los viejos temas
infernales.
Misceláneamente
y antes de entrar propiamente en materia, son pocos los artistas que
manufacturando o diseñando objetos imposibles no recuerden en alguna
medida al genio de los Países Bajos. Abu Bakarr Mansaray y
Panamarenko lo hacen casi tanto como Sjon Brands, que está en el
Lázaro Galdiano con sus Artilugios bosquianos estos
días. Sierraleonés y belga -también Laffoley- compartieron espacio
en Arstronomy (La Casa
Encendida, 2015), por donde pasó el barcelonés Evru (también
conocido como Alberto Porta o Zush), que en los noventa hizo boscadas
tan elocuentes como Ita Docan (Técnica
mixta, 1989-1990) o Renusa (Id.,
1990-1991); personajes que bien podrían haber salido del mismísimo
Jardín de las delicias.
Sea como sea, quien ahora
teclea reventará si no confiesa que siempre recuerda a El Bosco
cuando ve alguna de las litografías de Adolph Gilitsch sobre los
sketches de Ernst
Haeckel: parece que Hieronymus se hubiese traído Kuntsformen
der Natur (1899-1904) del futuro
y hubiese recombinado su contenido en sus característicos lienzos.
Sí, no es una referencia actual, de modo que mentaremos a vuelapluma
a James Ensor (1860-1949), bosquista aceptado
y buena visagra intersecular, y pasaremos a otra cosa.
Ilustraciones del Codex Seraphinianus
El
primer contemporáneo al que nos referiremos es Luigi Serafini
(1949), y lo haremos a cuenta de su Codex Seraphinianus
(1976-1978). El Codex
es la enciclopedia de un mundo
imposible, escrita en grafismos que simulan un lenguaje inexistente y
repleta de ilustraciones muy pero que muy bosquianas. De hecho,
podrían pintarse innúmeras series de cuadros al estilo del maestro
con los ítems y elementos que Serafini pone a disposición en su
códice. Aunque no hiciera falta alguna, nada podría sacarse de las
descripciones y explicaciones en letra redondeada, ya que el italiano
explicó en su momento que solo quería conseguir una apariencia de
lenguaje articulado, y vaya si lo hizo, porque ha puesto a más de un
lingüista a devanarse los sesos en busca de vaya usted a saber que
maravillas. El libro serafiniano no es único en su especie: no puede
dejar de citarse el Manuscrito Voynich; códice medieval envuelto en
densísimas nieblas, también con idioma propio -ya sea aparente o
articulado- y dibujos lo suficientemente crípticos como para haber
inspirado toda clase de teorías tanto sobre los contenidos como en
torno a su autoría.
Algunas
de las ilustraciones de Marc M. Gustà, ahora en casa y en el más
inmediato de los presentes, se prestan a ser relacionadas temática y
compositivamente con el legado del artista universal. Heaven
and Hell Labyrinth (2010)
representa un infierno dantesco de colores deliberadamente saturados
que culmina en un edén opaco y poco celeste. Recuerda
insistentemente al panel derecho de El jardín de las
delicias, y no solo porque su
célebre ser comepersonas ocupe una posición central en el laberinto
flameante de Gustà, aparte de algunos otros microhomenajes.
Aquel terrible "Lasciate ogni speranza, voi ch´intrate"
que recibía a los condenados en La Divina Comedia no
aparece en la lámina, pero sí algunas palabras que hay que
completar para circular imaginariamente por allí: entre otras, si
cierras "Purify" asciendes hacia el cielo color piscina,
previa purga, claro está, y si haces lo propio con "Sodomy"
sigues senda infernal o te pones manos a la penitencia. De algún
modo, Gustà podría ser a El Bosco lo que Seymour Chwast a Dante; lo
que el dibujante neoyorkino que hace unos años adaptó la Comedia
a un lenguaje gráfico que algo podría tener que ver con el del
ilustrador que nos ocupa.
Cambio de tercio para
adentrarnos en el fangoso mundo de los artistas clínicamente
locos, o de los locos artistas, incluídos todos los tópicos
que lo transitan. El primero que convendría abatir es el de que todo
interesa, seguido del de que siempre se trata de creadores caóticos
y muy plásticos: a medio camino entre el minimalismo y el
expresionismo abstracto, Agnes Martin (1912-2004) ya demostró que la
enfermedad mental es compatible con una producción pictórica
intencionadamente pulcra, controlada y sistemática. Siendo muchas
las obras y los pintores enfermos que podrían relacionarse de
uno u otro modo con el legado de El Bosco, optaremos aquí por
William Kurelek (1927-1977) y The Maze (1953).
Si Hieronymus pintó infiernos
colectivos, el canadiense compuso el suyo propio en el interior de su
calavera seccionada y compartimentada; la de un artista underrated
donde los haya, a pesar del
documental William Kurelek´s The Maze (David
Grabin/ Robert M. Young, 2011) y de cuadros tan desconcertantes como
I Spit on Life (1953-54)
o This is the Nemesis
(1965), aunque no tengan ya tanto que ver con la pintura del
brabanzón.
Del
mismo modo que la referencia al Labyrinth de
Gustà cubre ese bosquismo urbano
y desenfadado al que aludíamos hace un momento, la del Codex
pone en perspectiva a Serafini y
toda su obra posterior, como la del Maze conecta
a El Bosco con el puñado de artistas buenos que,
a lo largo y ancho de nuestra andadura occidental, han gozado de ese
misterioso salvoconducto para circular por el insondable mundo del
inconsciente. Se añaden así algunos nombres vivos a una lista mucho
más amplia que -más allá del ámbito de la creación artística-
incluiría a Cronenberg entre los cineastas y a Madonna -dice Sánchez
Vidal- en el ámbito de los clips musicales. Es más, dependiendo de
lo fino que quiera hilarse podrían sumarse otros tantos, debido
fundamentalmente a la universalidad de los temas bosquianos y a la
contemporaneidad de sus recursos: otorgar usos absurdos a objetos
cotidianos -cuya última consecuencia es el ready made- o
crear su particular modelo de kermesse son
dos buenas muestras de ello. De hecho, si fusionáramos la serie
Carnivàle (Daniel
Knauf, 2003-2005) con Eyes Wide Shut (Stanley
Kubrick, 1999), solo harían falta unos pocos enseres híbridos, a
modo de atrezo, para conseguir la película bosquiana jamás filmada.
Ante la improbabilidad de tan delirante empeño y no queriendo
alejarnos más de la cuestión que nos ocupa, baste poner a Serafini,
Gustà, Kurelek y algún otro citado a disposición del lector, y que
cada uno saque sus propias conclusiones.
Marc M. Gustà. Heaven and Hell Labyrinth. 2010