Leer Nº 269
Parece mentira que Ingres
haya compartido siglo con Corot y Delacroix, siendo, quizá, como un
faro de luz antigua en su tiempo. De hecho, pudo ser como Sibelius:
un reaccionario rodeado de innovadores, y que sin embargo logró
"vivir en la memoria de los hombres", tal y como el artista
francés deseaba para sí. Perpetuar la belleza (Casimiro,
2015) clarifica mucho la cuestión. Esta compilación de algunas de
las cosas que Ingres dijo sobre su obra, su tiempo y demás, nos
revela a un pintor convencido de haber nacido en el siglo equivocado,
de la naturaleza divina de Rafael y -lo más significativo-
depositario de una visión monstruosa del arte; sí, monstruosa
incluso en su momento.
Para
el autor de uno de los cuadros más planos e inexpresivos que se han
visto nunca, Júpiter y Tetis,
"todo está hallado", así que "no es nuestra tarea
inventar sino continuar". Lo chirriante no está tanto en estas
sentencias, que pueden ser algo ciertas, como en el hecho de que los
tres conceptos favoritos y casi intercambiables de Ingres
(Naturaleza, Belleza y Verdad) habitan, muy probablemente, bien lejos
de esas representaciones simbólicas que ante todo hablan de órdenes
y armonías artificiales. Ya lo sospecharon unos pocos críticos de
su tiempo: Ingres, grandísimo pintor, no tenía demasiada
imaginación. Curiosamente, Turner, que exploró el triunvirato
trascendental con rarísima fortuna, pensaba que los que vinieron
antes que él no habían dejado sino unas pocas espigas por
recolectar. Cómo se equivocaron uno y otro.
Lionello
Venturi epiloga el librillo mentado con un acertado resumen del caso
Ingres: "se aferró desesperadamente a su teoría porque no tuvo
el coraje de dar rienda suelta a su propia sensibilidad", pero
lo cortés no quita lo valiente y su pintura impresiona en
vivo. Una obra como Napoleón en su trono imperial (1806),
que parece una reproducción digital gigante, demuestra que las
carencias del galo son la contrapartida de sus puntos fuertes. Por
lo pronto, véase esa capacidad de sintesis compositiva -de hacer
funcionar el conjunto de lo real-
que llamó en su momento la atención de cierta crítica afín al
cubismo. Por muy congeladas y sin vida que se nos presenten sus
superproducciones,
estas tienen la capacidad de amedrentar al más descreído y
escéptico de los observadores; es más de lo que se puede pedir a un
arte tan dogmático y demodé como
el de Jean Auguste, que, después de todo, parece merecedor de su tan
ansiada victoria sobre el olvido.
Hay
más: la Naturaleza,
tan en boca del discípulo de David, es sacrificada en aras del
funcionamiento total de la obra. Así, las proporciones anatómicas
de las figuras humanas se deforman -una vez más, monstruosamente- y
su filiación a lo simbólico inmóvil desemboca en un fascinante
realismo antinatural.
Se trata de un fenómeno paralelo a la intelectualización de sus
creaciones más ambiciosas, y de ahí que no sea tan constatable ni
en los retratos -Ingres fue un gran retratista a su pesar- ni en el
dibujo, cuando el autor de El baño turco
(1862) se desenvuelve plásticamente sin someterse aún a la Imagen
Ideal. Una esfinge aberrantemente semihumana, un Niño Jesús de
cabeza notoriamente desproporcionada, un tratamiento exhacerbadamente
marmóreo de la carne unido a extremidades de longitudes imposibles,
serán algunas de las curiosidades que encontraremos en El Prado
estos días.
En
el legado de este enemigo declarado de Rubens, para terminar, hay
muchísima más cera de la que parece arder. Podría incluso decirse
que, como serendípicamente, ha hecho más por cuestionar los grandes
constructos culturales a los que se sometió en vida que por
perpetuarlos, al menos, en la forma inmutable e intocada que él
mismo pretendió para la Belleza. Ingres es mucho más que el último
neoclásico, y en tanto dibujante violento cercado por coloristas,
supo imprimir a su obra un caracter legitimador que quizá sea,
paradójicamente, esa voluntad imposible de cercenar todo impulso
creador bastardo; es, en cierto modo, un productor de esos monstruos
-benignos, en su caso, que bien supo Goya que produce y seguirá
produciendo toda razón indiscutida.