Leer Nº 260
La lista es larga más
allá de Thoreau, a quien Manuel Castells tuvo la desfachatez de
considerar un "rousseauniano de segundo orden", e incluye a
pensadores duros como Wittgenstein o Heidegger. Hay literatos,
compositores, poetas, cineastas... y hasta Lawrence de Arabia. Se
trata de los nombres a los que remite Cabañas para pensar;
la exposición que el madrileño CBA acogerá desde el 11 de marzo,
previo paso por la coruñesa Fundación Luis Seoane y el granadino
Centro José Guerrero. De hecho, es tan larga que podría incluir a
muchos otros personajes allende Cabañas;
personajes tan dispares y asimilados por la cultura pop como el
Unabomber o Ray Lamontagne, o incluso Chris Martin (Coldplay), que
anhela un chamizo propio en su We never change.
Sin
duda, el hecho de que las cosas no vayan demasiado bien en Occidente
está influyendo notablemente en un significativo desarrollo de
pensares alternativos, aunque no tanto en clave posrromántica como
utilitaria. Errata Naturae bien puede representar una punta de lanza
editorial con títulos como Hacia la sobriedad feliz
(Pierre Rahbi, 2013) o Filosofía para la felicidad (VVAA,
2014); contrapartidas críticas de un libro tan decepcionante como La
vida simple (Sylvain Tesson.
Alfaguara, 2013). Tesson, por cierto, no le va muy a la zaga a
Castells (salvando las distancias) cuando se refiere a "los
sermones de contable calvinista" de Thoreau; nuevas inquinas
hacia el viejo Henry, a sumar a las de su tocayo Henry James, Leon
Edel o tantos otros.
Outeiro,
Olmedo y Ruiz de Samaniego, responsables del proyecto, casi abren su
dossier con la apelación a la fundacionalidad del autor de Walden
en todo este asunto. Despachado el trámite, seleccionan once casos
con los que explorar las relaciones entre ciertos procesos creativos
y los espacios "íntimos y esenciales" en los que se
desenvolvieron. Se trata de los de los filósofos mentados, los de
Grieg y Mahler, Strindberg, Knut Hamsun, Bernard Shaw, Virgina Woolf,
Dylan Thomas, Derek Jarman y el citado Lawrence, y de los espacios
que respectivamente les corresponden en dicha lide relacional. Aunque
solo sea por curiosidad levemente morbosa, puede recordarse el
malditismo de algunas de estas efigies: los graves problemas mentales
de Strindberg y la suicida Woolf, el alcoholismo fatal de quien
prestase nombre artístico a Bob (Zimmerman) Dylan, o el sida que
llevó a Jarman a su cottage primero
y a la muerte después.
Aparte
de la cuestión de la intimidad creadora, los comisarios rastrean las
relaciones físicas del morador con el espacio; es decir, la relación
entre pensamiento y acción sobre el entorno inmediato: eventuales
construcciones a mano de las cabañas, labores jardinísticas y otros
quehaceres que forman un continuum con la producción intelectual.
Es, en definitiva, una cuestión de libertad bien entendida. Ted
Unabomber Kaczynski,
como observa Ricardo Piglia, percibe muy bien la situación de
alienación que impide alcanzar tal estado de integridad existencial
al ciudadano común. Cada vez tenemos menos control sobre nuestras
propias vidas: una obviedad escrita por un terrorista sobre la que,
sin embargo, aún no hemos pensado tanto como deberíamos. De todos
modos, quien intente volver "a un cierto primitivismo
consciente", como se lee en los papeles de la exposición, ha de
saber que habrá de arrostrar una larga travesía no exenta de
peligros.
No
terminaremos sin mentar un posible quid
que ya desazonó a Leopardi y a otros fatalistas románticos: la muy
probable imposibilidad del retorno, a pesar de que "todos los
ejemplos estudiados en la muestra" propongan, "en cierto
modo, una especie de terapéutica". Sea como fuere, lo más
interesante de la propuesta venida de la Seoane, quizá sea la
traducción a términos estéticos de las vueltas al origen que se
analizan. Invertir los procesos analíticos convencionales y empezar
la casa por el tejado; llegar a la dimensión crítica de cada caso,
o a lo que de común pueda haber en todos ellos, a partir de las
imágenes que se exponen. Será posible hacerlo hasta el 31 de mayo
en la sala Juana Mordó del Círculo, y probablemente resulte
insospechadamente inspirador para más de un lector que se anime a
pasearse por allí.
El cottage de Derek Jarman