6 may 2014

Herreros en Picos

 

Leer Nº 252
 
Un agosto, en 1977, un todoterreno volcaba en las inmediaciones de los prados de Áliva, en el corazón de los Picos de Europa, y Enrique Herreros sellaba su unión con un espíritu de lugar que conocía bien. Afortunadamente para él y para Herreros hijo, que profesa un amor inconmensurable por “su buen padre”, tenía 74 años; sellaba una vida dedicada al humor gráfico y al cartelismo, al cine y –entre bastantes más cosas- a una febril producción plástica que le permitió, con todo, atender sus obligaciones madridistas y alpinísticas. Respecto a las segundas, el nombre de Herreros sigue vivo en la cháchara de un par de generaciones de escaladores madrileños, conocedores además –algunos- de sus no menos pródigas virtudes para conquistar otra clase de cimas en las reuniones farandulescas de su tiempo. Ciertamente, se pueden escribir varias biografías de Herreros: amén de otras, la del dibujante de La Codorniz, la del alpinista visionario y la del pintor de Picos, que es en la que a continuación nos centraremos.

Recientemente se ha inaugurado en Carreña de Cabrales el Museo de Enrique Herreros. En la Casa de Bárcena, restaurada para la ocasión, y sobre sus paredes interiores, se ha colgado una afortunada pequeña parte de la obra del madrileño. Según dijo el periodista Pedro Páramo en el acto inaugural, la colección girará sobre sí misma en su propio espacio, y tal vez se complemente en el futuro con Herreros de otra índole, que quizá asuman el formato de exposiciones temporales; una cuestión nada anecdótica si pensamos en que su obra sobre Solana, sus ilustraciones quijotescas y su legado humorístico darían para años de programación expositiva. En la faceta que nos ocupa y a su manera inconfundible, Don Enrique perteneció a una especie heterodoxa en vías de extinción: la de Bourrit, Whymper y Martínez de Pisón; la de los protoalpinistas y alpinistas dibujantes, que conviene diferenciar –por cierto- de la de los pintores paisajistas de montaña, bien que muchos de estos reivindicasen con aquellos la experiencia directa de la Naturaleza como núcleo del proceso creador.

Los Picos de Herreros son bien distintos de los de Carlos de Haes y la familia Nuñez (Nuñez Losada y Nuñez de Celis). Si De Haes et al trajeron la maestría paisajística europea a los valles asturianos y liebanegos, Enrique modernizó el estado de la cuestión con un mundo representacional propio, y una capacidad de síntesis formal y cromática especialmente atinada en obras como Cara Sur de la Peña Santa de Castilla o El Naranjo en rojo (ambas de 1972). En efecto, Herreros tira un primer puente entre el impresionante viejo estilo y la vibración dibujística que caracteriza a su obra picoeuropea; más que describirlos, interpreta los hechos geológicos con gravedad humorística –valga el oxímoron- e introduce por primera vez en la pintura paisajística del parque, que tiene aún militantes, sus característicos y evocadores cielos pardos y rojizos. Los cuadros del ahora, póstumamente, hijo adoptivo cabraliego, ganan en las distancias cortas; cuadros y láminas en los que la experiencia prevalece sobre la observación filocientífica de la que es –cada vez más- otra época. Así, la grandeza de Herreros –que no es romántica ni wagneriana, por alusiones a sus predecesores- reside en su postmodernidad; término maleado pero útil para significar la novedad y promesa de buen envejecimiento de su obra.

Peñasanta. Gouache, rotulador y lápiz de color. 1972