Leer Nº 252
Recientemente se ha inaugurado en
Carreña de Cabrales el Museo de Enrique Herreros. En la Casa de Bárcena,
restaurada para la ocasión, y sobre sus paredes interiores, se ha colgado una
afortunada pequeña parte de la obra del madrileño. Según dijo el periodista
Pedro Páramo en el acto inaugural, la colección girará sobre sí misma en su
propio espacio, y tal vez se complemente en el futuro con Herreros de otra
índole, que quizá asuman el formato de exposiciones temporales; una cuestión
nada anecdótica si pensamos en que su obra sobre Solana, sus ilustraciones
quijotescas y su legado humorístico darían para años de programación
expositiva. En la faceta que nos ocupa y a su manera inconfundible, Don Enrique
perteneció a una especie heterodoxa en vías de extinción: la de Bourrit,
Whymper y Martínez de Pisón; la de los protoalpinistas y alpinistas dibujantes,
que conviene diferenciar –por cierto- de la de los pintores paisajistas de
montaña, bien que muchos de estos reivindicasen con aquellos la experiencia
directa de la Naturaleza como núcleo del proceso creador.
Los Picos de Herreros son bien
distintos de los de Carlos de Haes y la familia Nuñez (Nuñez Losada y Nuñez de
Celis). Si De Haes et al trajeron la
maestría paisajística europea a los valles asturianos y liebanegos, Enrique
modernizó el estado de la cuestión
con un mundo representacional propio, y una capacidad de síntesis formal y
cromática especialmente atinada en obras como Cara Sur de la Peña Santa de Castilla o El Naranjo en rojo (ambas de 1972). En efecto, Herreros tira un
primer puente entre el impresionante viejo estilo y la vibración dibujística
que caracteriza a su obra picoeuropea;
más que describirlos, interpreta los hechos
geológicos con gravedad humorística –valga el oxímoron- e introduce por primera
vez en la pintura paisajística del parque, que tiene aún militantes, sus
característicos y evocadores cielos pardos y rojizos. Los cuadros del ahora,
póstumamente, hijo adoptivo cabraliego, ganan en las distancias cortas; cuadros
y láminas en los que la experiencia prevalece sobre la observación
filocientífica de la que es –cada vez más- otra época. Así, la grandeza de
Herreros –que no es romántica ni wagneriana, por alusiones a sus predecesores-
reside en su postmodernidad; término maleado pero útil para significar la novedad y promesa de buen envejecimiento
de su obra.
Peñasanta. Gouache, rotulador y lápiz de color. 1972