27 mar 2014

El jardín isabelino


Álbum Letras-Artes Nº 115

Desde tiempos inmemoriales, la concepción y el disfrute del jardín se han vinculado a búsquedas de elevación espiritual, ya fuese por una vía de recogimiento y reducción de lo sensorial a unos mínimos esenciales (los horti conclusi agustinianos), ya –contrariamente- por el intento de acercar la Naturaleza al hombre por una suerte de miniaturización más o menos enciclopédica de aquella. Dicho un poco a groso modo, no es casual que el huerto frailuno haya evolucionado hacia dos grandes modelos aún vigentes: el jardín versallesco y el dieciochesco británico: respectivas representaciones de centralismo político y parlamentarismo; distintos modos de representar la hegemonía de las altas culturas sobre una naturaleza salvaje que puede, según aquellas –y debe, observaban los gardeners ingleses- ser rectificada.

En relación a lo anterior, Horace Walpole (1717-1797) escribió un Ensayo sobre la jardinería moderna en el que aseguraba que “el arte, en manos del hombre primitivo, había sido al comienzo un sucedáneo de la naturaleza; en manos del poder ostentoso, se convirtió en el modo de oponerse a ella”. Se menta porque los modelos jardinísticos que se propondrán a continuación se relacionan tanto con el atavismo de los aromas –que penetran, a través de la sensación, nuestro pensamiento- como con una acción seleccionadora de especies vegetales y de los modos de disponerlas que sí modifica la Naturaleza, aunque más tomándola como aliada que subyugándola; más en orden a conseguir estimular los sentidos y la imaginación sin renunciar a la esencia salvaje y solitaria de aquella.

Las grandes expediciones y circunnavegaciones europeas del dieciocho occidental propiciaron una apertura del jardín que había comenzado ya en el último Renacimiento, cuando los muros medievales habían comenzado a sustituirse por hileras de árboles y el oscurantismo ortodoxo con el que se miraba a la Naturaleza iba perdiendo fuerza ante el influjo de una ciencia cada vez más determinada a querer comprender porqués y cómos. Tal como el prerromanticismo y romanticismo anglogermanos no tardarían en mostrar –véase la Naturphilosophie-, afán científico y percepción trascendental han ido hasta no hace mucho de la mano, y quizá podamos situar el disfrute sensorial de los jardines occidentales entre dichos dos hitos.

Durante la segunda mitad del XVI británico el jardín incorporó hierbas aromáticas, usos orientados al cuidado y la belleza y un incipiente sentido estético a la panoplia tradicional de plantas alimenticias y medicinales. Los viajeros europeos propiciaron un intercambio de semillas que se tradujo en una gama de plantas más amplia y en la que empezaban a filtrarse especies orientales y norteamericanas. Todo esto sucedió al auspicio del periodo de paz que el reinado de Isabel I trajo: nobleza y burguesía pudieron dedicar más tiempo y energía a la creatividad y el disfrute de un jardín cada vez más popular entre dichos estratos sociales. No en vano, solía tratarse de espacios cerrados con seto y en los que la poda (arte topiaria) tendía a redondear las formas con el fin de potenciar las sensaciones de ligereza y apertura espacial, y a los que frecuentemente se entraba franqueando una pérgola que –cubierta de rosas- anunciaba la entrada a un sitio a diferenciar de otros lugares cotidianos.

Lesley Bremness propone un modelo de jardín neoisabelino al que se accede por una puerta rodeada de rosas y madreselva, y que forma un pequeño pasillo entre lavandas. Propone para el centro un árbol de pimienta, podado esféricamente y cercado por distintos tipos de santolina alternada con violetas. Tal núcleo se ve flanqueado por tisanas y hierbas saladas a los lados no orientados hacia la entrada y la parte posterior, en la que sitúa un banco. Por lo demás, consagra las esquinas a respectivos cultivos de plantas de uso común y culinario (como la menta, el romero, el orégano o el azafrán), medicinales (caléndula, camomila, fárfara, consuelda y consuelda menor, matricaria, helenio, siempreviva, hierbabuena, escaramujo, salvia, betónica, milenrama, escutelaria de Virginia, valeriana y verbena), tisanas, nuevamente hierbas saladas y plantas con las que elaborar tintes o cosméticos naturales.


Conviene ahora recordar el origen etimológico de perfumar; una hibridación de las palabras latinas per y fumāre (producir humo) que informa sobre la inmemorialidad de los usos aromáticos de las plantas a través de las culturas, especialmente en relación a ritos solemnes que restituían el Tiempo con mayúscula desde la cotidianeidad de los tiempos profanos. Por otra parte, el Renacimiento no solo propicia el paso de las grasas aromáticas a los destilados alcohólicos, sino que va restableciendo gradualmente ciertas nociones de disfrute sensorial que nos llevan hasta Plinio y más allá, siempre que sepamos omitir el inmenso ínterin de la Edad Media y sus tristemente célebres proscripciones.

En Fragant Herbal (Bulfinch Press, 1998), Bremness muestra cómo organizar un pequeño anexo aromaterapéutico, circular y dividido en ocho secciones cromáticas. Haciendo la octava las veces de entrada cónica, siete de las anteriores cubren los rangos del rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el azul, el índigo y el violeta, combinando plantas aromáticas, curativas o de las que extraer aceites. Esta vez, el centro se concibe en la forma de un almendro en torno al que sentarse, sobre un poyo igualmente circular que permite confrontar cada una de las siete secciones. Las anteriores remiten a los siete colores en los que Newton descompuso la luz en la londinense Royal Society (1667), en uno de los experimentos más baratos de la Historia de la Ciencia, o a los siete días de la semana o los siete chacras mayores, tal como propone la autora.

Por último, de entre los modelos jardinísticos que han avanzado hasta nuestra contemporaneidad, cabe citar aquí el nuevo jardín cortesano y su intensificación de un carácter íntimo conseguido mediante bancos pétreos recogidos, sitos en el último anillo de un jardín de pasillo concéntrico y semiocultos entre cortinas vegetales de rosal y geranio. Un núcleo en el que alternar santolina plateada con boj y violetas –y que puede contornearse con claveles- limita el pasillo interior con un canal circular que se franquea a través de tres pequeños puentes. Una franja en la que alternar lirio, pulmonaria, peonía y gipsófila  sigue a la citada canalización de agua, para dar paso a un segundo anillo limitado exteriormente por rosas de distintos colores, geranio Johnson´s Blue y albarraz.

La propuesta neoisabelina, su anexo aromaterapéutico y el jardín íntimo constituyen tres configuraciones jardinísticas correlativas y orientadas –en palabras de John Addison- a “llenar la mente de calma y tranquilidad y a sosegar todas sus pasiones turbulentas”. Lo consiguen acercando al hombre a esa Naturaleza que Leopardi y otros románticos pensaron ya imposible, y que no está tanto en el Kublai Kan de Coleridge como en sus esencias –en el caso que nos ocupa- cromáticas y aromáticas, y en todo reducto capaz de recordarnos quienes somos, de dónde venimos y no tanto a dónde vamos, sino dónde deberíamos permanecer y qué tenemos la obligación de proteger y preservar.

Butchart Gardens. Canadá

Plano de jardín isabelino