12 feb 2014

Wagneriano Egusquiza


Das Böse bannt

El Mal se desvanece. Egusquiza y el Parsifal de Wagner en el Museo del Prado
4 de noviembre de 2013-7 de septiembre de 2014
Sala 60, planta baja. Edificio Villanueva 

Leer Nº 249 

El 31 de diciembre de 1913 se estrenó por primera vez fuera de Bayreuth, y con el consentimiento de su autor, el Parsifal de Wagner. Fue en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona y en un país en el que la afición al compositor venía directamente ligada a la inteligencia regeneracionista del cambio de siglo; una afición que se materializó en las respectivas fundaciones de las asociaciones wagnerianas de la ciudad condal (1901-1936) y de Madrid (1911-1915). A pesar de su afincamiento en Paris, el pintor santanderino Rogelio Egusquiza (1845-1915) perteneció a la segunda, entre cuyos miembros cabe citar a Beruete y Moret y Tomás Campuzano. Egusquiza conoció a al genio de Leipzig en septiembre de 1879, poco después de acudir a la representación de El anillo del nibelungo en Múnich.

El Prado se une a las celebraciones bicentenarias del nacimiento de Richard Wagner (1813-1883) dedicando una de sus salas a El mal se desvanece (Das Böse bannt) y exponiendo por primera vez en el museo cuatro dibujos, siete grabados, dos cuadros y un busto broncíneo de Wagner. La amistad que unió a Egusquiza y Beruete y Moret –que dirigió El Prado en su momento-, las circunstancias históricas y alguna clase de justicia divina han propiciado que Egusquiza ocupe un espacio contiguo a la sala de los Sorollas y los Beruetes, y que podamos recordar ahora a un artista que dedicó nada menos que dos décadas de producción plástica a una última ópera que el propio Wagner definió como Bühnenweihfestspiel; esto es, como Festival Escénico Sacro.

La pasión del cántabro por Parsifal encaja perfectamente con su documentada filiación al rosacrucianismo parisino, como lo hace la voluntad wagneriana de que dicha obra no fuese representada jamás como mero espectáculo con la identificación del rosacruz Joséphin Péladan (1858-1918) entre arte y mística. No ha de extrañar que Egusquiza asistiera a los salones rosacruces celebrados en los noventa del XIX en la capital francesa, y que en el primero de aquellos –en realidad una exposición en la galería Durand-Ruel (1892)- sonase, como se sabe, el preludio de la ópera en cuestión. Por último, no es tampoco casual que el alambicado nombre de la orden fundada por el extravagante Péladan hiciese referencia a la Estética y al Santo Grial.

Con todo, es curioso que Caro Baroja considerase a Egusquiza un pintor poco wagneriano en relación a sus cuadros “de figura”; cuadros alejados del ideal de síntesis y totalización que preside la teoría estética del compositor. En efecto, su obra parsifaliana es más hibridación de simbolismo y Escuela Española que ninguna clase de wagnerianismo pictórico. Su Titurel es absolutamente blakeano, El Santo Grial un puro emblema alquímico y sus Parsifal y Kundry… impresionantes cuadros escenográficos que merecen ser contemplados. Lo cierto es que el mal siempre se desvanece en El Prado, y descubrir al único wagneriano español que –además de Marsillach- conoció al mito alemán, en la sala 60, es una excusa excelsa y muy poco habitual para volver.

Rogelio de Egusquiza y Barrena. Parsifal, 1910