5 dic 2013

Sobre el placer sostenible

Leer Nº 248 (versión extendida)


En 1798 se escribió que “uno se equivoca cuando cree que existen los antiguos” y que solo entonces, en aquel tiempo, comenzaba a surgir la Antigüedad “bajo la mirada y el alma del artista”. La Villa de los Papiros da forma a esta reflexión de Novalis, avanzando directamente desde el carbón de papiro hacia la fiebre borbónica que descubrió toda una biblioteca epicúrea en la célebre villa de Herculano. De ahí que la implicación del hallazgo de 1750 en la invención moderna de lo clásico ocupe una buena parte de la exhibición, previo paso –ahora sí- por una Antigüedad arqueológica contemplada desde la Historia de la escritura y la lectura occidentales. Vemos que primero fueron los rollos o volumina, después las tablillas enceradas y por último el codex de láminas de pergamino; ya el precursor del libro moderno.

En 1752 y bajo auspicio de Carlos III se descubrieron los primeros papiros de la villa. De acuerdo con lo habitual en la época, su biblioteca estaba dividida en dos partes –griega y latina- y hoy se sabe que contenía mayoritariamente obra de Filodemo de Gádara,  así como de Demetrio Lacón y de epicúreos helenísticos como Carnisco y Polístrato. Frente a Roma, Nápoles era el otro gran centro epicúreo del siglo I; centro en el que –dirigido por el primero de los maestros mentados- aún se utilizaba el griego en la escritura propagandística. Fue sin embargo en Roma, con el uso del latín, donde el epicureísmo logró un número tan grande de conversos –escribió Cicerón- que alborotó toda Italia. De hecho, llegaron a generarse dos tipos de escritos: la prosa llana que Epicuro recomendara en vida, practicada luego por escritores como Amafinio, Rabirio, Catio y Saufeio, y otra clase de obras dirigidas al stablishment del momento como De rerum natura de Lucrecio.

El epicureísmo es básicamente una filosofía de atrincheramiento frente a la Ciudad y los asuntos políticos en el jardín o kêpos, que promueve la extirpación de los temores trascendentales y –desde aquella- un disfrute calculado para la evasión del dolor; una cuestión en la que ya se habían fijado los cirenaicos, bien que poniendo el énfasis en el tormento físico y no en los males morales. Bien distinto del huerto epicúreo fundacional, el peristilo de la Villa de los Papiros debió materializar uno de aquellos lugares filosóficos consagrados a la hedoné; consagrados –quizá- al único ejercicio que es medio para la consecución de gozo y gozo en sí mismo: filosofar en buena compañía, generando recuerdos que ayuden a gestionar futuras e inevitables vicisitudes; filosofía –en definitiva- como placer sostenible.

La propuesta expositiva de Casa del Lector –de recorrido cronológico y unidireccional- recibe al huésped con sendas recreaciones audiovisuales de la villa de Lucio Calpurnio Pisón Celonio, suegro de Cesar, mecenas del citado Filodemo y protagonista del Contra Pisón (55 d.C.) de Cicerón. A partir de lo concreto –la villa- se despliega una panoplia de fragmentos de fresco y mural pompeyanos, inscripciones honoríficas y funerarias sobre piedra o metal y grafitos. Constatamos que en los siglos latinos, entre el primero y el tercero, escritura y lectura públicas ocupaban un lugar idiosincrático en la ciudad. Todo ciudadano había de poder leer las ordenanzas imperiales en forma de leges datae y reconocer a las élites sociales en los monumentos levantados a los summi viri.

Después de un paseo romano que informa sobre la perdurabilidad de ciertas esencias cívicas en nuestro Occidente mediterráneo, vamos aterrizando paulatinamente en el siglo XVIII. Además de con los papiros carbonizados de la biblioteca, la perseverancia de Carlos III se vio recompensada con el descubrimiento de una colección nada desdeñable de escultura en bronce y mármol. Las excavaciones de los cincuenta que –hallazgo tras hallazgo- acabaron por constituir la anterior, propiciaron un cierto seguimiento internacional y la introducción de la localidad de Resina –enclave de la villa- en el itinerario del Grand Tour. Evitado el ínterin medieval que separa a Cicerón de Winckelmann, nos vemos ante unos cuantos yesos donados por Carlos a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, el plano de la villa del ingeniero  Karl Weber, el artefacto desenrollador de Antonio Piaggio y otros tantos ítems artísticos y documentales que subrayan la enorme repercusión que el descubrimiento de la villa de Pisón tuvo finalmente en España y Europa.

Gracias a Diógenes Laercio sabemos que Epicuro y sus continuadores escribieron mucho más de lo que el exiguo corpus que ha llegado hasta nuestros días sugiere. La biblioteca de la villa ha ido devolviendo títulos, fragmentos y tratados hasta entonces desconocidos, así como los nombres de los ya citados Carnisco y Demetrio Lacón. Gracias al descubrimiento de la villa se ha recuperado material inédito del propio Epicuro, Metrodoro, Colotes de Lámpsaco, Polístrato y sobre todo de Filodemo. Si todo lo descubierto fue editándose prácticamente desde el primer momento, en los setenta del siglo pasado se creó el Centro Internazionale per lo Studio dei Papiri Ercolanesi, lo que –sumado a avances técnicos que continúan incrementándose- impulsó el estudio de los papiros y aseguró una recuperación de textos epicúreos mucho más importante que la que hasta ahora conocemos.

La Villa de los Papiros abre tres frentes relacionados y sin embargo bien diferenciados: una Historia antigua de las letras, una aproximación al epicureísmo y el de la relectura dieciochesca de la Antigüedad que cristalizó en el neoclasicismo. No en vano, es en gran medida una exposición para leer y pensar; un gran libro abierto que requiere atención y un cierto espíritu diletante muy del estilo del de los viajeros europeos que, hace dos siglos y medio, se acercaban por Resina a curiosear. La Antigüedad resurge en Casa del Lector bajo “la mirada y el alma” del visitante; una antigüedad plural hecha de posibilidades, pequeñas historias y mitologías personales. No se trata solo del proceder interpretativo que las grandes distancias temporales imponen, sino de afirmar con Friedrich Schlegel que “cada cual ha encontrado en los antiguos lo que necesitaba o lo que quería: preferentemente a sí mismo”.

Como ocurre con muchos de los papiros calcinados una vez desplegados, nos vemos obligados a restituir los fragmentos faltantes con nuestras propias disertaciones, unas veces en forma de preguntas ansiosas sobre el hacia dónde que nos aguarda, otras vislumbrando por un instante el Orden Perfecto que los estoicos contrapusieron al rebelde descreimiento epicúreo, pero siempre entregándonos al único placer que permanece después del durante: el de la filosofía. Por lo pronto y como refiere Carlos Manguel en su reseña de la exposición, parece que hemos vuelto a la tablilla, aunque donde fuera cera es ahora silicio y por mucho que los postlibros –en su cuestionable sofisticación- resulten poco más que un sucedáneo poco perdurable de los viejos rollos pisonianos. Bienvenido sea pues, lo que permanece, y La Villa de los Papiros tiene unas cuantas cosas que decir al respecto.