Leer Nº 248 (versión extendida)
En 1798 se escribió que “uno se
equivoca cuando cree que existen los antiguos” y que solo entonces, en aquel
tiempo, comenzaba a surgir la Antigüedad “bajo la mirada y el alma del
artista”. La Villa de los Papiros da
forma a esta reflexión de Novalis, avanzando directamente desde el carbón de
papiro hacia la fiebre borbónica que descubrió toda una biblioteca epicúrea en
la célebre villa de Herculano. De ahí que la implicación del hallazgo de 1750
en la invención moderna de lo clásico
ocupe una buena parte de la exhibición, previo paso –ahora sí- por una
Antigüedad arqueológica contemplada desde la Historia de la escritura y la
lectura occidentales. Vemos que primero fueron los rollos o volumina, después las tablillas
enceradas y por último el codex de
láminas de pergamino; ya el precursor del libro moderno.
En 1752 y bajo auspicio de Carlos
III se descubrieron los primeros papiros de la villa. De acuerdo con lo
habitual en la época, su biblioteca estaba dividida en dos partes –griega y
latina- y hoy se sabe que contenía mayoritariamente obra de Filodemo de Gádara,
así como de Demetrio Lacón y de
epicúreos helenísticos como Carnisco y Polístrato. Frente a Roma, Nápoles era
el otro gran centro epicúreo del siglo I; centro en el que –dirigido por el
primero de los maestros mentados- aún se utilizaba el griego en la escritura
propagandística. Fue sin embargo en Roma, con el uso del latín, donde el
epicureísmo logró un número tan grande de conversos –escribió Cicerón- que
alborotó toda Italia. De hecho, llegaron a generarse dos tipos de escritos: la
prosa llana que Epicuro recomendara en vida, practicada luego por escritores
como Amafinio, Rabirio, Catio y Saufeio, y otra clase de obras dirigidas al stablishment del momento como De rerum natura de Lucrecio.
El epicureísmo es básicamente una
filosofía de atrincheramiento frente a la Ciudad y los asuntos políticos en el
jardín o kêpos, que promueve la
extirpación de los temores trascendentales y –desde aquella- un disfrute
calculado para la evasión del dolor; una cuestión en la que ya se habían fijado
los cirenaicos, bien que poniendo el énfasis en el tormento físico y no en los
males morales. Bien distinto del huerto epicúreo fundacional, el peristilo de
la Villa de los Papiros debió materializar uno de aquellos lugares filosóficos
consagrados a la hedoné; consagrados
–quizá- al único ejercicio que es medio para la consecución de gozo y gozo en
sí mismo: filosofar en buena compañía, generando recuerdos que ayuden a
gestionar futuras e inevitables vicisitudes; filosofía –en definitiva- como
placer sostenible.
La propuesta expositiva de Casa
del Lector –de recorrido cronológico y unidireccional- recibe al huésped con
sendas recreaciones audiovisuales de la villa de Lucio Calpurnio Pisón Celonio,
suegro de Cesar, mecenas del citado Filodemo y protagonista del Contra Pisón (55 d.C.) de Cicerón. A partir de lo concreto –la
villa- se despliega una panoplia de fragmentos de fresco y mural pompeyanos,
inscripciones honoríficas y funerarias sobre piedra o metal y grafitos.
Constatamos que en los siglos latinos, entre el primero y el tercero, escritura
y lectura públicas ocupaban un lugar idiosincrático en la ciudad. Todo
ciudadano había de poder leer las ordenanzas imperiales en forma de leges datae y reconocer a las élites
sociales en los monumentos levantados a los summi
viri.
Después de un paseo romano que
informa sobre la perdurabilidad de ciertas esencias cívicas en nuestro
Occidente mediterráneo, vamos aterrizando paulatinamente en el siglo XVIII.
Además de con los papiros carbonizados de la biblioteca, la perseverancia de
Carlos III se vio recompensada con el descubrimiento de una colección nada
desdeñable de escultura en bronce y mármol. Las excavaciones de los cincuenta
que –hallazgo tras hallazgo- acabaron por constituir la anterior, propiciaron
un cierto seguimiento internacional y la introducción de la localidad de Resina
–enclave de la villa- en el itinerario del Grand
Tour. Evitado el ínterin medieval que separa a Cicerón de Winckelmann, nos
vemos ante unos cuantos yesos donados por Carlos a la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando, el plano de la villa del ingeniero Karl Weber, el artefacto desenrollador de
Antonio Piaggio y otros tantos ítems artísticos y documentales que subrayan la
enorme repercusión que el descubrimiento de la villa de Pisón tuvo finalmente
en España y Europa.
Gracias a Diógenes Laercio sabemos
que Epicuro y sus continuadores escribieron mucho más de lo que el exiguo
corpus que ha llegado hasta nuestros días sugiere. La biblioteca de la villa ha
ido devolviendo títulos, fragmentos y tratados hasta entonces desconocidos, así
como los nombres de los ya citados Carnisco y Demetrio Lacón. Gracias al
descubrimiento de la villa se ha recuperado material inédito del propio
Epicuro, Metrodoro, Colotes de Lámpsaco, Polístrato y sobre todo de Filodemo.
Si todo lo descubierto fue editándose prácticamente desde el primer momento, en
los setenta del siglo pasado se creó el Centro Internazionale per lo Studio dei
Papiri Ercolanesi, lo que –sumado a avances técnicos que continúan
incrementándose- impulsó el estudio de los papiros y aseguró una recuperación
de textos epicúreos mucho más importante que la que hasta ahora conocemos.
La Villa de los Papiros abre tres frentes relacionados y sin
embargo bien diferenciados: una Historia antigua de las letras, una
aproximación al epicureísmo y el de la relectura dieciochesca de la Antigüedad
que cristalizó en el neoclasicismo. No en vano, es en gran medida una
exposición para leer y pensar; un gran libro abierto que requiere atención y un
cierto espíritu diletante muy del
estilo del de los viajeros europeos que, hace dos siglos y medio, se acercaban
por Resina a curiosear. La Antigüedad resurge en Casa del Lector bajo “la
mirada y el alma” del visitante; una antigüedad plural hecha de posibilidades,
pequeñas historias y mitologías personales. No se trata solo del proceder
interpretativo que las grandes distancias temporales imponen, sino de afirmar
con Friedrich Schlegel que “cada cual ha encontrado en los antiguos lo que
necesitaba o lo que quería: preferentemente a sí mismo”.
Como ocurre con muchos de los
papiros calcinados una vez desplegados, nos vemos obligados a restituir los
fragmentos faltantes con nuestras propias disertaciones, unas veces en forma de
preguntas ansiosas sobre el hacia dónde
que nos aguarda, otras vislumbrando por un instante el Orden Perfecto que los
estoicos contrapusieron al rebelde descreimiento epicúreo, pero siempre
entregándonos al único placer que permanece después del durante: el de la filosofía. Por lo pronto y como refiere Carlos
Manguel en su reseña de la exposición, parece que hemos vuelto a la tablilla,
aunque donde fuera cera es ahora silicio y por mucho que los postlibros –en su cuestionable
sofisticación- resulten poco más que un sucedáneo poco perdurable de los viejos
rollos pisonianos. Bienvenido sea pues, lo que permanece, y La Villa de los Papiros tiene unas
cuantas cosas que decir al respecto.