Leer Nº 247
El Thyssen y la Juan March simultanean las exposiciones El surrealismo y el sueño y Surrealistas antes del surrealismo; centrándose
la primera en el surrealismo propiamente dicho y la segunda en un marco
temporal más amplio y menos definido. A pesar de que artistas como Odilon
Redon, André Massson, Hans Bellmer, Dalí, Miró, Max Ernst, Tanguy o Man Ray
gocen de doble representación, ambas instituciones parecen haberse repartido
las tareas en la concepción de una megaexposición compartida: Surrealistas remonta los siglos en busca
de los primeros plasmadores de
asociaciones mentales libres y El
surrealismo –entre otras cosas- antologiza la obra de creadoras como
Leonora Carrington, Dora Maar o Dorothea Tanning.
Hablar de “sueño” en relación al surrealismo es hacerlo de
posibilidades plásticas no constreñidas por tabúes culturales ni gustos
hegemónicos. Claro que dichas posibilidades materializan las digresiones
maravillosas del rêveur définitif que
Breton vio en todo hombre, pero incluso en estos mares insondables aparecen
motivos recurrentes como el de los globos oculares, las alas o las superficies
especulares; ítems que fugan a la realidad hacia el mismo absoluto metafísico
que algunos emblemas alquímicos –sus grabadores precedieron sin duda a los
surrealistas- pretendieron señalar.
Surrealistas antes del surrealismo,
que arranca en el medievo tardío para detenerse en el siglo XX, aúna obra de
Durero, Piranesi, Goya, Klee o Picasso bajo la bandera de la fantasía y lo
fantástico. Son de alguna forma cuadros o dibujos-instantánea, ya que dan la
impresión de ser capturas de un mundo en constante transmutación. En sentido
similar, la escritura automática surrealista procura revelar relaciones
lingüísticas insospechadas desde las que generar imágenes. De ahí que Une Vague de rêves (Louis Aragon. 1924)
defienda que la “materia mental” de lo surrealista y fantástico sea el
vocabulario mismo, toda vez que “no hay pensamiento fuera de las palabras”.
Aragon también escribió sobre cómo “el sol azul de los sueños obliga a
las bestias de ojos de acero a retirarse a sus guaridas”; bestias enemigas del
ejercicio pleno de libertad que reside en el epicentro mismo de la revolución
surrealista, y si acaso más temibles que los seres y paisajes de materia mental
que habitan los cuadros y escritos de los exploradores de la suprarrealidad.
Consideraciones como estas apuntalan la preferencia de muchos especialistas por
entender el surrealismo como una actitud creadora antes que como un movimiento
artístico perfectamente delimitado; algo que la obra contenida en sendas
exposiciones ilustra más allá de toda duda.
De hecho, la producción artística y literaria que puede inscribirse
dentro de lo surreal occidental es
tan amplia que lo que Madrid ofrece ahora
es un par de buenas colecciones de botones de muestra. De ahí la
necesidad de apelar a los grabados de Doré para Gargantúa y Pantagruel (Rabelais. 1532-1564), Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont (Isidore
Ducasse.1868), los cortos experimentales de la ucranoamericana Maya Deren
(1917-1961), gran parte de la ingente producción de los llamados artistas
marginales del siglo XX y a un vastísimo etcétera en el que perderse, siempre
lejos de las bestias de ojos acerados, bajo el sol azul de los sueños.