1 nov 2013

El sol azul de los sueños

Leer Nº 247
 

El Thyssen y la Juan March simultanean las exposiciones El surrealismo y el sueño y Surrealistas antes del surrealismo; centrándose la primera en el surrealismo propiamente dicho y la segunda en un marco temporal más amplio y menos definido. A pesar de que artistas como Odilon Redon, André Massson, Hans Bellmer, Dalí, Miró, Max Ernst, Tanguy o Man Ray gocen de doble representación, ambas instituciones parecen haberse repartido las tareas en la concepción de una megaexposición compartida: Surrealistas remonta los siglos en busca de los primeros plasmadores de asociaciones mentales libres y El surrealismo –entre otras cosas- antologiza la obra de creadoras como Leonora Carrington, Dora Maar o Dorothea Tanning.

Hablar de “sueño” en relación al surrealismo es hacerlo de posibilidades plásticas no constreñidas por tabúes culturales ni gustos hegemónicos. Claro que dichas posibilidades materializan las digresiones maravillosas del rêveur définitif que Breton vio en todo hombre, pero incluso en estos mares insondables aparecen motivos recurrentes como el de los globos oculares, las alas o las superficies especulares; ítems que fugan a la realidad hacia el mismo absoluto metafísico que algunos emblemas alquímicos –sus grabadores precedieron sin duda a los surrealistas- pretendieron señalar.

Surrealistas antes del surrealismo, que arranca en el medievo tardío para detenerse en el siglo XX, aúna obra de Durero, Piranesi, Goya, Klee o Picasso bajo la bandera de la fantasía y lo fantástico. Son de alguna forma cuadros o dibujos-instantánea, ya que dan la impresión de ser capturas de un mundo en constante transmutación. En sentido similar, la escritura automática surrealista procura revelar relaciones lingüísticas insospechadas desde las que generar imágenes. De ahí que Une Vague de rêves (Louis Aragon. 1924) defienda que la “materia mental” de lo surrealista y fantástico sea el vocabulario mismo, toda vez que “no hay pensamiento fuera de las palabras”.

Aragon también escribió sobre cómo “el sol azul de los sueños obliga a las bestias de ojos de acero a retirarse a sus guaridas”; bestias enemigas del ejercicio pleno de libertad que reside en el epicentro mismo de la revolución surrealista, y si acaso más temibles que los seres y paisajes de materia mental que habitan los cuadros y escritos de los exploradores de la suprarrealidad. Consideraciones como estas apuntalan la preferencia de muchos especialistas por entender el surrealismo como una actitud creadora antes que como un movimiento artístico perfectamente delimitado; algo que la obra contenida en sendas exposiciones ilustra más allá de toda duda.

De hecho, la producción artística y literaria que puede inscribirse dentro de lo surreal occidental es tan amplia que lo que Madrid ofrece ahora  es un par de buenas colecciones de botones de muestra. De ahí la necesidad de apelar a los grabados de Doré para Gargantúa y Pantagruel (Rabelais. 1532-1564), Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont (Isidore Ducasse.1868), los cortos experimentales de la ucranoamericana Maya Deren (1917-1961), gran parte de la ingente producción de los llamados artistas marginales del siglo XX y a un vastísimo etcétera en el que perderse, siempre lejos de las bestias de ojos acerados, bajo el sol azul de los sueños.