La belleza encerrada. De Fra Angelico a Fortuny
Museo Nacional del Prado. Hasta el 10 de noviembre de 2013
La belleza encerrada. De Fra
Angelico a Fortuny es una
exposición de fondo, narrada cronológicamente y principalmente orquestada sobre
dos criterios formales: soportes modestos en dimensiones y prolijos en
preciosismo. Dichos puntos de partida han implicado un montaje intimista que
pasa por el uso de ventanas, colgados
inusuales de algunos cuadros y una iluminación tenue que invita a una
contemplación recogida de las 281 obras que constituyen la muestra, incluyendo
entre aquellas a las más de setenta que han sido restauradas para la ocasión.
Conviene observar que una mitad aproximada del contenido no ha sido
exhibida recientemente, lo que no impide reconocer algunos cuadros no hace
tanto expuestos por el Museo Nacional de El Prado, en propuestas como Patinir y la Invención del paisaje (2007)
o la itinerante y más reciente Rubens, Brueghel, Lorena. El
paisaje nórdico en el Prado. Con todo, La Belleza Encerrada contiene
rarezas tan asombrosas como La Natividad (Pietro
da Cortona, 1658) y El alma cristiana acepta su
Cruz
(anónimo francés, 1630); dos cuadros que anuncian elocuentemente la posibilidad
de seguir recorriendo sendas poco trilladas a través de las grandes colecciones
internacionales.
Sin
duda, uno de los incentivos de la compilación de bellezas encerradas y reunidas
en Madrid es la convivencia de anónimos, pseudos y seguidores de
con Durero, Rafael, Tiziano, El Greco y otros maestros universales. Como si de
un Gabinete de Curiosidades fragmentado en diecisiete salas se tratase, El
Prado ha generado una curiosa convivencia de oratorios, pinturas piadosas
nórdicas y sureuropeas, retrato y paisaje y cuadros de cámara dieciochesca,
cubriendo un espectro poco convencional y que atañe nada más y nada menos que a
quinientos años de producción artística occidental.
No
tan lejos de nuestros días, en las últimas salas, es posible asomarse al
Antiguo Régimen de la mano del siempre reconocible Luis Paret, confrontarse con
la visión que Goya tenía de sí mismo y disfrutar de la atemporalidad
paisajística que los dispares Martín Rico y Carlos de Haes supieron destilar.
Así, la copia romana de Palas Atenea que recibe a los visitantes viaja de algún
modo hasta el siglo de los temas burgueses decimonónicos, consumada la
laicización de un fetiche artístico largamente consagrado a la devoción
religiosa. No ha de extrañar entonces que todo termine con una reproducción
postal de la Gioconda
(1911) que remite a nuevos tiempos de belleza abierta; a la democratización del
consumo de arte, la era de las reproducciones y el flujo instantáneo de
imágenes artísticas.
En
definitiva, La Belleza encerrada
puede llegar a entenderse como una invitación a adquirir su excepcional
catálogo. Quien así lo haga podrá seguir diseccionando las rarezas descubiertas
sobre el terreno museístico en el espacio doméstico. Las reproducciones de
detalle que incluye más dos pequeños ensayos –los de la comisaria Manuela Mena
y el de Félix de Azúa- suponen una generosa ayuda en la exploración de regiones
del arte y la cultura que –contra todo pronóstico- pueden y deben seguir
(re)descubriéndose.
Martín de Heemskerck y Pedro Pablo Rubens (intervención posterior). La Última Cena. 1551/ S. XVII
Martín de Heemskerck y Pedro Pablo Rubens (intervención posterior). La Última Cena. 1551/ S. XVII