Leer Nº 244. 2013
Parece que sean malos tiempos para casi todo –para la lírica, decía
Germán Coppini en Golpes Bajos, para la música, el teatro, etcétera- y quizá
sea cierto. También es posible que John Ruskin tuviese razón al considerar que
cualquier sociedad civilizada sin Dios –sin nociones
trascendentales- estaba condenada a su propia decadencia. Sí es un hecho que,
en un tiempo en el que ni siquiera se respeta a Rothko –un tipo se ha declarado
artista después de escribir sobre Black
on Maroon (1959) en la Tate Modern- cada vez se contempla menos.
Paradójicamente además, el norteamericano fue a su manera –con sus compatriotas
expresionistas abstractos- uno de los últimos de Filipinas; uno de los últimos
artistas occidentales de grupo, involucrado en una producción contemplable.
Por supuesto, ni contemplar ha de ser necesariamente un ejercicio de
gravedad reflexiva, ni puede pontificarse sobre qué es y qué no es válido en
ningún circuito artístico o museístico dado. Por el contrario, me gustaría
referirme aquí a la contemplación del arte como a una opción mejor amueblada de
disfrute intelectual que, quizá, pueda tener continuidad más allá de los
espacios expositivos o performativos; que pueda fomentar conversaciones,
inspirar lecturas o dotar de una cierta identidad a las sensibilidades
personales (algo parecido a la clásica educación del gusto). En términos
generales y poco eruditos, disfrutar es a fin de cuentas tomar conciencia de una
libertad propia y compartida que merma notablemente cuando el objeto artístico no
permite ver a su través. Entonces
todo se olvida rápidamente y visitar un museo empieza a parecerse al zapping
cansado que sigue a un día demasiado largo.
Robert Rosemblum detectó un cambio importante en el arte a partir de
los setenta, dándose cuenta de que se estaba instalando “un mayor sentido de la
ironía” y de que “la ingenuidad de Rothko, Barnett Newman o de Clifford Still
era cosa del pasado”. De aquel tiempo a esta parte los usuarios de las salas de
arte se han vuelto exacerbadamente irónicos, sofisticados y tristes, si no
consumidores express de
megaexposiciones tipo Yo estuve allí (como las llama Miquel Molina). Seamos
serios, si el peatón medio esperara colas masivas de más de dos horas para
contemplar algo, no haría lugar hablar de crisis de valores ni de la cultura
como regalo de un superávit fugaz.
En fin, cada vez contemplamos/disfrutamos menos y ninguneamos más a
Stendhal, quien experimentó un pequeño síncope ante las Sibilas de Volterrano en
la florentina Santa Crote. Ni la sudoración excesiva ni la taquicardia son
requisitos fundamentales para un disfrute algo más profundo de las
posibilidades que la oferta cultural de nuestras ciudades nos ofrece. Por otra
parte, disfrutar con un mínimo de inteligencia es cada vez más estimulante y
revolucionario, aunque solo sea por contravenir las normas subrepticias y
silenciosas que la sociedad hacia la que nos dirigimos nos impone. La ley del
reclamo, el desembolso y el ciudadano zombi, o lo que es lo mismo: la de los
enemigos íntimos del pensamiento crítico y autosuficiente.
Podría hablarse también de disfrutes activos y pasivos –como ya han
hecho algunos analistas- y de las evidentes y respectivas razones de ser de
ambos. Necesitamos los tiempos y los espacios del pensamiento tanto como el entertainment, pero en ningún caso nos
conviene convertirnos en una sociedad más anestesiada aún. Precisamos de una
idea entrópica que haga las veces de rumbo sociocultural y que no tenemos
porqué comprender (no lo haríamos aunque quisiéramos); una idea nebulosa y
difícilmente racionalizable como la que puede encontrarse en el ultrajado Black on Maroon, en una fotografía de
Robert Adams o en algún objeto cualquiera situado en el centro de una galería
de provincia. Necesitamos –en definitiva- volver a contemplar.