11 jul 2013

Volver a contemplar


Leer Nº 244. 2013

Parece que sean malos tiempos para casi todo –para la lírica, decía Germán Coppini en Golpes Bajos, para la música, el teatro, etcétera- y quizá sea cierto. También es posible que John Ruskin tuviese razón al considerar que cualquier sociedad civilizada sin Dios –sin nociones trascendentales- estaba condenada a su propia decadencia. Sí es un hecho que, en un tiempo en el que ni siquiera se respeta a Rothko –un tipo se ha declarado artista después de escribir sobre Black on Maroon (1959) en la Tate Modern- cada vez se contempla menos. Paradójicamente además, el norteamericano fue a su manera –con sus compatriotas expresionistas abstractos- uno de los últimos de Filipinas; uno de los últimos artistas occidentales de grupo, involucrado en una producción contemplable.

Por supuesto, ni contemplar ha de ser necesariamente un ejercicio de gravedad reflexiva, ni puede pontificarse sobre qué es y qué no es válido en ningún circuito artístico o museístico dado. Por el contrario, me gustaría referirme aquí a la contemplación del arte como a una opción mejor amueblada de disfrute intelectual que, quizá, pueda tener continuidad más allá de los espacios expositivos o performativos; que pueda fomentar conversaciones, inspirar lecturas o dotar de una cierta identidad a las sensibilidades personales (algo parecido a la clásica educación del gusto). En términos generales y poco eruditos, disfrutar es a fin de cuentas tomar conciencia de una libertad propia y compartida que merma notablemente cuando el objeto artístico no permite ver a su través. Entonces todo se olvida rápidamente y visitar un museo empieza a parecerse al zapping cansado que sigue a un día demasiado largo.

Robert Rosemblum detectó un cambio importante en el arte a partir de los setenta, dándose cuenta de que se estaba instalando “un mayor sentido de la ironía” y de que “la ingenuidad de Rothko, Barnett Newman o de Clifford Still era cosa del pasado”. De aquel tiempo a esta parte los usuarios de las salas de arte se han vuelto exacerbadamente irónicos, sofisticados y tristes, si no consumidores express de megaexposiciones tipo Yo estuve allí  (como las llama Miquel Molina). Seamos serios, si el peatón medio esperara colas masivas de más de dos horas para contemplar algo, no haría lugar hablar de crisis de valores ni de la cultura como regalo de un superávit fugaz.

En fin, cada vez contemplamos/disfrutamos menos y ninguneamos más a Stendhal, quien experimentó un pequeño síncope ante las Sibilas de Volterrano en la florentina Santa Crote. Ni la sudoración excesiva ni la taquicardia son requisitos fundamentales para un disfrute algo más profundo de las posibilidades que la oferta cultural de nuestras ciudades nos ofrece. Por otra parte, disfrutar con un mínimo de inteligencia es cada vez más estimulante y revolucionario, aunque solo sea por contravenir las normas subrepticias y silenciosas que la sociedad hacia la que nos dirigimos nos impone. La ley del reclamo, el desembolso y el ciudadano zombi, o lo que es lo mismo: la de los enemigos íntimos del pensamiento crítico y autosuficiente.

Podría hablarse también de disfrutes activos y pasivos –como ya han hecho algunos analistas- y de las evidentes y respectivas razones de ser de ambos. Necesitamos los tiempos y los espacios del pensamiento tanto como el entertainment, pero en ningún caso nos conviene convertirnos en una sociedad más anestesiada aún. Precisamos de una idea entrópica que haga las veces de rumbo sociocultural y que no tenemos porqué comprender (no lo haríamos aunque quisiéramos); una idea nebulosa y difícilmente racionalizable como la que puede encontrarse en el ultrajado Black on Maroon, en una fotografía de Robert Adams o en algún objeto cualquiera situado en el centro de una galería de provincia. Necesitamos –en definitiva- volver a contemplar.