Hiperrealismo 1967-2012. Museo Thyssen-Bornemisza (hasta el 9 de junio de 2013)
Leer Nº 242. 2013
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Después de los artistas pop vinieron los fotorrealistas, tomando el
relevo temático del masscult y el
mundo del bienestar. Como veremos en la exposición comisariada por Otto Letze
en el Thyssen, una de las expresiones idiosincráticas de esta segunda rebelión
frente al expresionismo abstracto es la fascinación por las superficies
cromadas. Así lo patentan la flamante caravana Airstream que Ralph Goings representa en su cuadro homónimo (1970)
y las cabinas telefónicas que Richard Estes inmortaliza en Telephone Boots (1967). Son imágenes tan deliberadamente icónicas y
memorizables que podrían haber nacido de las postales y los imanes domésticos
que las reproducen; imágenes, además, temidas por toda una serie de analistas
culturales que, desde los setenta, denunciaron su poco disimulado carácter
reaccionario y populista.
Consideraciones altoculturales aparte,
el superficialismo de los
fotorrealistas es mucho más que una tendencia temática; es –de hecho- la
propuesta de una realidad que empieza y termina en las superficies. Entre los
cuadros compilados en Madrid, es difícil encontrar los vestigios analíticos
propios del hiperrealismo plenairista; el juego íntimo de relaciones matéricas
que nos permite diferenciar las pinturas que construyen de las pura y no menos
laboriosamente efectistas; las simultáneamente portadoras de varios planos de significación
de las que invitan a un vistazo rápido. Así, no es casual que muchas de las
composiciones reunidas en Hiperrealismo
resulten demasiado artificiales y que el recurso de los brillos y los reflejos
satinados se antoje a veces algo abusivo.
Aun aceptando el objetivo común de las tres generaciones de artistas
presentes en el Thyssen –su voluntad de crear un lenguaje pictórico no reñido
con las técnicas fotográficas que lo inspiran- el fotorrealismo no pretende
diseccionar la realidad para recomponerla después, si no plasmar el aspecto más
exterior de las fenomenologías lumínicas y cromáticas que la representación de
objetos civilizados ofrece. Llama la
atención no encontrar paisajes naturales –verdadero campo de trabajo de la
interpretación fenomenológica de lo real, tanto en sus vertientes más
ultradescriptivas como en las más experimentales- y se da, pues, la paradoja de un hiperrealismo que apenas puede
contarnos nada nuevo sobre la realidad; que topa con el muro superficial de su
materialidad y se detiene irremisiblemente; que da a entender, bien que
subrepticia e involuntariamente, que las cosas son ni más ni menos que lo que
parecen.
En definitiva, Hiperrealismo es
una exposición de obligada visita tanto para intelectuales con inquietudes
sociológicas como para el aficionado medio. Los primeros comprobarán cuán vivo está el debate que
clásicos modernos como Vanguardia y
Kitsch (Clement Greenberg, 1939), Apocalípticos
e Integrados (Umberto Eco, 1965) o Una
filosofía del arte de masas (Noël Carrol, 1998) propusieron en sus
respectivos momentos. De entre los segundos, quizá haya quien encuentre algún
eco de Robert Adams en Prout´s Diner (John Baeder, 1974) o una elocuente
reminiscencia canalettiana en Canal
Grande (Raphaella Spence, 2007). En cualquier caso, unos y otros podrán
disfrutar del sabor a entertainment de
la muestra, entre los reiterados “parece una foto” que sin duda brotarán de una
más que generosa concurrencia.