Álbum Letras-Artes Nº 111. 2013
En agosto de 1890, John La Farge y Henry Adams guiaron sus pasos hacia el Pacífico Sur para no regresar a sus Estados Unidos hasta el otoño siguiente. De esta manera, artista y literato hicieron sus particulares y tardíos honores al viaje exótico europeo. Si el dieciocho fue entre otras cosas el siglo de las incursiones orientales –adjetivo que tenía un significado mucho más amplio que el que hoy se le asigna-, la segunda mitad del diecinueve fue para bastantes intelectuales norteamericanos el de la visita a los otros paraísos. Este es el contexto histórico en el que Melville escribió The Encantadas o en el que Frederic Church se encaminó –paleta en mano- a Sudamérica para repetir el itinerario de Humboldt. La Farge y Adams, descendiente directo de dos presidentes, accedieron así al selecto club de los americanos de artes y letras que conocieron y quisieron inmortalizar la otredad de las culturas no occidentales.
Buen conocedor de la etapa
orientalista de Delacroix, viajero diplomático, parece que a La Farge le sedujo
la idea de alistar a Adams y teñir
así sus viajes de un cierto oficialismo que sin duda encontró también en la
literatura expedicionaria de Bougainville y James Cook, entre otros. Además y ya
en el plano de lo práctico, Adams llevó consigo la primera Kodak portátil
(1888) y un encendido afán por registrarlo todo: La Farge podría terminar de
desarrollar sus proyectos en el estudio, al regreso, y combinar el plenairismo
con el trabajo de taller propio del paisajista tradicional. Pero las
aportaciones del literato fueron mucho más allá cuando escribió sobre el
carácter quijotesco de la misión de
La Farge: lo que verdaderamente buscaba no se podía pintar: atmósferas como las
de Hawaii eran esencialmente inaprehensibles porque “puedes dar una idea de una
montaña escocesa pero no representar artísticamente lo que sugiere Mauna Loa,
Mauna Kea o Haleakala”.
Recorrieron Hawaii, Samoa,
Tahití, Rarotonga, Fiji, Australia, Indonesia, Singapur y Ceilán, dando con un
Honolulú demasiado civilizado, con danzas rituales tahitianas notablemente
desvirtuadas por el influjo colonial y con otras amargas demostraciones de que
lo ignoto –pensemos en el intento romántico de retornar a lo primigenio- no era
tan fácil de aprehender como las crónicas de un siglo antes parecían sugerir a
mentes tan entusiastas como las de estos dos viajeros. Mientras Adams lo
lamentó por escrito, La Farge se refugió en el paisaje abandonando el espíritu
de etnógrafo amateur con el que realizó sus primeras acuarelas y
anotaciones. Sí encontraron segundos paraísos en Samoa y en algún otro lugar:
luces y sombras en la búsqueda de una Arcadia que los prototuristas vieron por
última vez en la tahitiana isla de Moorea.
No conviene dejar de considerar
el rango de American Chiefs que Adams
y La Farge se impusieron, su empleo de cocineros contratados, los paseos a los interiores selváticos sobre
literas porteadas por lugareños, etc., a la hora de ponderar las dificultades
de ambos para comprender trascendentalmente aquel otro paraíso. Se trata de un modus operandi que bien podría
oponerse a la mucho más directa –y quizá menos intelectual- relación que los
fundadores de la Escuela del Río Hudson, pertenecientes a generaciones
inmediatamente anteriores, mantuvieron con la Naturaleza. En definitiva, Adams
y La Farge quisieron emular el espíritu a la vez despótico y paternalista del
viajero ilustrado dieciochesco. De hecho, si de artistas como Thomas Cole o
Asher Brown Durand casi podría decirse que llegaron a los libros y a la pintura
europea después de haber conocido íntimamente sus bosques y montañas, La Farge y Adams se vieron, sin demasiado
éxito, en la necesidad de hacer justamente lo contrario: por una parte, buscar
los ecos improbables de toda una amalgama de inputs artísticos y literarios fuera de una Norteamérica que había
perdido su inocencia arcádica. Por otra, topar con un Pacífico cada vez menos
paradisiaco, entre muchos otros motivos, por el influjo de chiefs viajeros como ellos mismos.
Con todo, Adams y La Farge no
fueron ni de lejos los primeros en darse de bruces con el muro de la inaprehensibilidad; un viejo problema metafísico que
provocó grandes quebraderos de cabeza a toda una especie que va de Leopardi hasta los Beatniks; que pasa por un
expedicionario como Merriwether Lewis –profundamente atormentado, es más que
probable que se suicidara en 1809- y el Ferlinghetti que declaró abiertamente
que “todos inventamos nuestro propio Tolobampo”. Desde luego, han sido muy
pocos los pensadores capaces de calibrar las mitologías personales con la
Naturaleza; los que entendieron hasta la última de las consecuencias –con
Goethe, por ejemplo- que dejarla hacer
es el camino más recomendable. Y parece que Adams y la Farge, bien que
alcanzaran una cierta conciencia del dilema, no consiguieron encontrar esta
senda sólo reservada a una selectísima aristocracia espiritual.
Pintando el Segundo Paraíso. La pintura de La Farge en el Pacífico
Más allá de lo comentado y como
recuerda Elisabeth Hodermarsky, La Farge no viajó a las Fiji para encontrar una
civilización anglodominada, lo que sin embargo no impidió que volviese a Nueva
York tan entristecido por la vuelta a la cotidianeidad como creativamente
revigorizado: continuaría con su época Pacífico
sirviéndose tanto de los bocetos y fotografías realizados durante el viaje como
del equipaje genuino de todo buscador oficial
de paraísos: artes y letras, imágenes clásicas y el Typee de Melville… en definitiva, las fuentes occidentales. Todo
ello culminaría en sus Reminiscences of
the South Seas; en una descripción finalmente arcádica del Pacífico Sur en
la que no faltaba una significativa comparación de los nativos samoanos y
tahitianos con los griegos, como quiera que el pintor los imaginase.
Esta inevitable deriva
occidentalizante –reverso del aviso de
Adams sobre el quijotismo de su colega- encontraría una solución parcial en el
influjo impresionista que experimentó la pintura neoyorkina en los noventa del
siglo antepasado. De ahí que The Entrance
to Tautira River; Fisherman Spearing a Fish (1895-1909) sea una rarísima
hibridación entre tradición y vanguardia y una respuesta al declive finisecular
de la pintura paisajística norteamericana. Con todo, más que de un paisaje tradicional
evolucionado hacia la experimentación plenairista –como ocurre en la obra
tardía de George Iness- se trata de una exotización artificial y bastante
calculada que resulta en un acabado fragmentario y desprovisto de la
espontaneidad de los sketches que
realizara junto a Adams. En cualquier caso, estas observaciones no merman el
extraño interés que el cuadro suscita junto a obras como la delacroixiana Siva Dance. Two Girls. [Aotoa and Aolele] (1891) o la paisajística The Peak
of Manua Roa. Noon. Island of Moorea. Society Islands. Uponohu (1891).
El otro aspecto remarcable en La
Farge tiene que ver con su trabajo sobre las fotografías de Charles Georges
Spitz a la hora de componer sus pinturas de estudio; algo que le sitúa en un
terreno intermedio entre los hudsonianos –que trabajaban sobre diversos bocetos
para realizar finalmente sus paisajes-
y un plenairismo puro como el de Gaugin. Este carácter híbrido convierte a La
Farge en un artista excepcional; en un sincretizador de tendencias tan a priori
opuestas como las supuestas en el uso del objetivismo fotográfico como punto de
partida plástico para alcanzar un resultado pretendidamente posnaturalista y
subjetivo. Por último, el modo en que Adams y La Farge buscaron lo clásico en
el corazón moribundo de lo genuinamente exótico convierte esta pequeña crónica
en el relato de un viaje imposible y fascinante, en un primer acercamiento a
una pintura no menos imposible y en la evocación de una manera de reconocer lo otro que –más allá de sus
luces y sus sombras- ha quedado diluida, a decir de Gustavo Bueno, en un mundo
tecnologizado y estúpido.
Diadem Mountain at Sunset. 1891
The Peak of Mauna Roa. 1891
The Peak of Mauna Roa. 1891
Mount Tohivea, Island of Moorea (detalle). 1891