18 feb 2013

American Chiefs



Álbum Letras-Artes Nº 111. 2013

En agosto de 1890, John La Farge y Henry Adams guiaron sus pasos hacia el Pacífico Sur para no regresar a sus Estados Unidos hasta el otoño siguiente. De esta manera, artista y literato hicieron sus particulares y tardíos honores al viaje exótico europeo. Si el dieciocho fue entre otras cosas el siglo de las incursiones orientales –adjetivo que tenía un significado mucho más amplio que el que hoy se le asigna-, la segunda mitad del diecinueve fue para bastantes intelectuales norteamericanos el de la visita a los otros paraísos. Este es el contexto histórico en el que Melville escribió The Encantadas o en el que Frederic Church se encaminó –paleta en mano- a Sudamérica para repetir el itinerario de Humboldt. La Farge y Adams, descendiente directo de dos presidentes, accedieron así al selecto club de los americanos de artes y letras que conocieron y quisieron inmortalizar la otredad de las culturas no occidentales.

Buen conocedor de la etapa orientalista de Delacroix, viajero diplomático, parece que a La Farge le sedujo la idea de alistar a Adams y teñir así sus viajes de un cierto oficialismo que sin duda encontró también en la literatura expedicionaria de Bougainville y James Cook, entre otros. Además y ya en el plano de lo práctico, Adams llevó consigo la primera Kodak portátil (1888) y un encendido afán por registrarlo todo: La Farge podría terminar de desarrollar sus proyectos en el estudio, al regreso, y combinar el plenairismo con el trabajo de taller propio del paisajista tradicional. Pero las aportaciones del literato fueron mucho más allá cuando escribió sobre el carácter quijotesco de la misión de La Farge: lo que verdaderamente buscaba no se podía pintar: atmósferas como las de Hawaii eran esencialmente inaprehensibles porque “puedes dar una idea de una montaña escocesa pero no representar artísticamente lo que sugiere Mauna Loa, Mauna Kea o Haleakala”.

Recorrieron Hawaii, Samoa, Tahití, Rarotonga, Fiji, Australia, Indonesia, Singapur y Ceilán, dando con un Honolulú demasiado civilizado, con danzas rituales tahitianas notablemente desvirtuadas por el influjo colonial y con otras amargas demostraciones de que lo ignoto –pensemos en el intento romántico de retornar a lo primigenio- no era tan fácil de aprehender como las crónicas de un siglo antes parecían sugerir a mentes tan entusiastas como las de estos dos viajeros. Mientras Adams lo lamentó por escrito, La Farge se refugió en el paisaje abandonando el espíritu de etnógrafo amateur  con el que realizó sus primeras acuarelas y anotaciones. Sí encontraron segundos paraísos en Samoa y en algún otro lugar: luces y sombras en la búsqueda de una Arcadia que los prototuristas vieron por última vez en la tahitiana isla de Moorea.


No conviene dejar de considerar el rango de American Chiefs que Adams y La Farge se impusieron, su empleo de cocineros contratados, los paseos a los interiores selváticos sobre literas porteadas por lugareños, etc., a la hora de ponderar las dificultades de ambos para comprender trascendentalmente aquel otro paraíso. Se trata de un modus operandi que bien podría oponerse a la mucho más directa –y quizá menos intelectual- relación que los fundadores de la Escuela del Río Hudson, pertenecientes a generaciones inmediatamente anteriores, mantuvieron con la Naturaleza. En definitiva, Adams y La Farge quisieron emular el espíritu a la vez despótico y paternalista del viajero ilustrado dieciochesco. De hecho, si de artistas como Thomas Cole o Asher Brown Durand casi podría decirse que llegaron a los libros y a la pintura europea después de haber conocido íntimamente sus bosques y montañas, La Farge y Adams se vieron, sin demasiado éxito, en la necesidad de hacer justamente lo contrario: por una parte, buscar los ecos improbables de toda una amalgama de inputs artísticos y literarios fuera de una Norteamérica que había perdido su inocencia arcádica. Por otra, topar con un Pacífico cada vez menos paradisiaco, entre muchos otros motivos, por el influjo de chiefs viajeros como ellos mismos.

Con todo, Adams y La Farge no fueron ni de lejos los primeros en darse de bruces con el muro de la inaprehensibilidad; un viejo problema metafísico que provocó grandes quebraderos de cabeza a toda una especie que va de Leopardi hasta los Beatniks; que pasa por un expedicionario como Merriwether Lewis –profundamente atormentado, es más que probable que se suicidara en 1809- y el Ferlinghetti que declaró abiertamente que “todos inventamos nuestro propio Tolobampo”. Desde luego, han sido muy pocos los pensadores capaces de calibrar las mitologías personales con la Naturaleza; los que entendieron hasta la última de las consecuencias –con Goethe, por ejemplo- que dejarla hacer es el camino más recomendable. Y parece que Adams y la Farge, bien que alcanzaran una cierta conciencia del dilema, no consiguieron encontrar esta senda sólo reservada a una selectísima aristocracia espiritual.



Pintando el Segundo Paraíso. La pintura de La Farge en el Pacífico

Más allá de lo comentado y como recuerda Elisabeth Hodermarsky, La Farge no viajó a las Fiji para encontrar una civilización anglodominada, lo que sin embargo no impidió que volviese a Nueva York tan entristecido por la vuelta a la cotidianeidad como creativamente revigorizado: continuaría con su época Pacífico sirviéndose tanto de los bocetos y fotografías realizados durante el viaje como del equipaje genuino de todo buscador oficial de paraísos: artes y letras, imágenes clásicas y el Typee de Melville… en definitiva, las fuentes occidentales. Todo ello culminaría en sus Reminiscences of the South Seas; en una descripción finalmente arcádica del Pacífico Sur en la que no faltaba una significativa comparación de los nativos samoanos y tahitianos con los griegos, como quiera que el pintor los imaginase.

Esta inevitable deriva occidentalizante –reverso del aviso de Adams sobre el quijotismo de su colega- encontraría una solución parcial en el influjo impresionista que experimentó la pintura neoyorkina en los noventa del siglo antepasado. De ahí que The Entrance to Tautira River; Fisherman Spearing a Fish (1895-1909) sea una rarísima hibridación entre tradición y vanguardia y una respuesta al declive finisecular de la pintura paisajística norteamericana. Con todo, más que de un paisaje tradicional evolucionado hacia la experimentación plenairista –como ocurre en la obra tardía de George Iness- se trata de una exotización artificial y bastante calculada que resulta en un acabado fragmentario y desprovisto de la espontaneidad de los sketches que realizara junto a Adams. En cualquier caso, estas observaciones no merman el extraño interés que el cuadro suscita junto a obras como la delacroixiana Siva Dance. Two Girls. [Aotoa and Aolele] (1891) o la paisajística The Peak of Manua Roa. Noon. Island of Moorea. Society Islands. Uponohu (1891).

El otro aspecto remarcable en La Farge tiene que ver con su trabajo sobre las fotografías de Charles Georges Spitz a la hora de componer sus pinturas de estudio; algo que le sitúa en un terreno intermedio entre los hudsonianos –que trabajaban sobre diversos bocetos para realizar finalmente sus paisajes- y un plenairismo puro como el de Gaugin. Este carácter híbrido convierte a La Farge en un artista excepcional; en un sincretizador de tendencias tan a priori opuestas como las supuestas en el uso del objetivismo fotográfico como punto de partida plástico para alcanzar un resultado pretendidamente posnaturalista y subjetivo. Por último, el modo en que Adams y La Farge buscaron lo clásico en el corazón moribundo de lo genuinamente exótico convierte esta pequeña crónica en el relato de un viaje imposible y fascinante, en un primer acercamiento a una pintura no menos imposible y en la evocación de una manera de reconocer lo otro que –más allá de sus luces y sus sombras- ha quedado diluida, a decir de Gustavo Bueno, en un mundo tecnologizado y estúpido.

Diadem Mountain at Sunset. 1891
The Peak of Mauna Roa. 1891 
Mount Tohivea, Island of Moorea (detalle). 1891