10 oct 2012

Un roble casi axfisiado por la hiedra


Leer Nº 236. Octubre 2012

Quizá sea la peculiar plasticidad de su obra gráfica, quizá su calculadísima maestría a la hora de representar arquetípicos ancianos musculosos, niños demasiado pequeños respecto a las figuras adultas, quizá la sospecha de su profundidad iniciática… lo que viene revivificando a William Blake en el siempre caprichoso ámbito de la cultura pedestre. Pero como Böhme o los místicos teutones del siglo XVI, Blake es tan impenetrable que ni siquiera Los Antiguos (grupo de artistas británicos que siguió la senda que trazara) se atrevieron con su cosmología personal.

A veces se necesitan desbrozadores y –en este caso- todas las recomendaciones apuntan a Chesterton. En William Blake (1910), el padre del Padre Brown desgrana la sobrenaturalidad del artista hasta hacernos comprender lo importante que era para éste no imitar bajo ningún concepto a la Naturaleza y reivindicar vehementemente la realidad del símbolo. Tanto es así que Chesterton, de la mano de Blake, nos conduce río arriba hasta la fuente precristiana de la mitología blakeana; al alumbramiento de Urizen, Emitharmon y el resto de una genealogía que nada tiene que envidiar a El Silmarillion (1973) de Tolkien.

De hecho, a poco que se trastea entre la poesía y los grabados de Blake se descubre su antinaturalidad, toda vez que toma el relevo de las heterodoxas tradiciones gnósticas que se revelaron contra la Naturaleza antes que él para levantarse en armas en el imposible ejército de la Imaginación. No obstante, ésta última no debe entenderse como un ejercicio de especulación más o menos delirante, sino como la capacidad de crear imágenes con las que entretejer mundos ideales alternativos. He aquí otra clave de la actualidad del inglés: todos hablamos el mismo idioma arquetípico que Blake personalizó con su genial acento.

Tampoco está de más mirar a Blake bajo su luz secular para ver a su alrededor una liberación dieciochesca de la razón que abrió –en cierto modo- la caja de Pandora. Quiere decirse que las luces proyectaron sombras; que aquella explosión de claridad produjo focos de negrura irracional que no pasaron desapercibidos a tan empedernido lector de La Biblia, Milton y Shakespeare. Más que en sus visiones, que en las siempre poco fiables consideraciones sobre su estado mental, etc., conviene fijar la atención en los materiales conceptuales con los que levantó su legado y considerar la posibilidad de que su entre siglos no fuese tan distinto al nuestro como pudiese parecer.

Sea como fuere, queda claro que el grabador perteneció a un árbol genealógico no menos fabuloso que el que creara: el de los entusiastas que –por cierto- hoy recordamos más y mejor que a la gente de bien que ideó tan afilado sambenito. Como Chesterton indica, ese “roble casi asfixiado por la hiedra” ocupa algún lugar intermedio en un panteón cuyos extremos bien podrían personificar Cagliostro y Swedenborg; un almacén de museo lleno de efigies polvorientas de estafadores, nigromantes, profetas y unos pocos artistas irrepetibles entre los que se cuenta William Blake.


El fantasma de una pulga. 1819