Supongo no ser el único en haber
asociado durante largo tiempo la obra de Turner a una efigie mental de aspecto
sofisticado: la de un artista apuesto, taciturno y sensible, entre otros lugares comunes que se corresponden, por
ejemplo, con la visión estereotipada que los pintores norteamericanos del
diecinueve tenían sobre sus contemporáneos europeos. Nada más lejos si nos fiamos de J.M. Turner pintando en la British
Institution (1837), de Charles West Cope. Este retrato representa al Turner
poco agraciado cuyo aspecto supuso un handycap
importante en su carrera, y es que en su contexto social la importancia
relacional entre imagen del productor y obra -por postmoderna que parezca- era
ya de suma importancia.
Aparte de su físico y de una
extracción social más bien humilde (un fuerte acento cockney le delataba), Turner
era el propietario del Pub Ship and Bladebone y el progenitor de
dos hijas ilegítimas. David Solkin habla de todo esto en Turner y los Maestros: espigar para superar; un artículo incluido
en el catálogo de exposición de Turner y
los Maestros en el Museo Nacional del Prado, en 2010. No obstante, siempre bajo lectura de Solkin, otros aspectos biográficos serán los grandes
configuradores de una semblanza chocante y sin embargo profundamente humana del
artista londinense.
Quien tuviera “la pasión del
arte” y la “mucho más extendida de amasar dinero” (P.G. Hamerton) supo valerse
del espíritu meritocrático de la Royal Academy para alcanzar un status
sociocultural que de otra manera le hubiese sido vedado. Así es como Turner
se convirtió en un pintor todoterreno que supo coger la ola de
expansión del mercado del arte del Londres de los 1870. Claro que dicha
ploriferación de copismo tuvo un
regusto bien amargo para el académico: la conciencia de haber llegado tarde al
panteón de los viejos maestros y la aplastante sensación de que nada quedaba ya
por hacer.
He aquí el dilema Turner: el extraño matrimonio entre la deuda con los
antiguos y el imperativo moral de seguir buscando. Compartiría así con sus
alumnos la tristísima metáfora del espigador: el artista moderno jamás podría
tomar lo que le pareciera de las cepas de la maestría pasada -eterna- pudiendo
únicamente limitarse a entrar en tales campos una vez recogida la cosecha.
Paradójicamente no tardaría en demostrar la falsedad de tal extremo. Existía una posibilidad de cultivo sin litigar con sus viejos vecinos: formarse un
lenguaje propio entendido como un cierto “aspecto de originalidad” leal a De
Lorena, Poussin y Rosa.
La polémica estaba servida:
primero frente al académico Reynolds al fijarse Turner en el arte holandés del diecisiete, menor por dogma, y luego frente a una crítica que llegó a colgar sobre su
pintura la sugerente etiqueta de “grandeur
bastarda”. Cuadros como Festejo del
comienzo de la vendimia en Mâcon (1802) provocaron ciertos rumores en los
que se hablaba de “manera” y “novedad”; rumores que casi se convertirían en clamor
ortodoxo ante la perseverancia del pintor; ante la obstinación del espigador
rebelado. Dicho esto, recogeremos las tres ideas fundamentales a las que Solkin
reduce la idiosincrasia del pintor: Su aspiración a ser recordado como gran
combinador de las tradiciones italiana y nórdica, como naturalista e idealista
imaginativo y su afán por legar una escuela.
Por suerte para artista y connaisseurs, únicamente el último y más
ambicioso de tales anhelos quedó sin materializarse. El pintor paisajista americano
Asher Brown Durand -que como muchos colegas compatriotas tardó en poder digerir
la pintura del inglés- explicó excelsamente su singularidad al hablar de sus
cielos: próximos a la representación de la infinitud de la Naturaleza como nada
producido por nadie tras el autor de Tormenta de nieve. Quiere decirse que si hasta los filoclásicos paisajistas norteamericanos -pues Durand no fue el único- mostraron
sus respetos hacia una pintura que iba y venía del objeto trascendental con una
facilidad intemporalmente pasmosa, quizá resulte algo equívoca la metáfora que
Turner acuñara para sí.
Tal vez pensando que todo lo que
iba a poder hacer era reunir algo de broza con la que homenajear a los grandes lo
menos indignamente posible, el londinense consiguió trepar por las efigies
pétreas de los grandes y encaramarse a ellas. De esta manera logró visualizar
lo que sus egregios antecesores sospecharon generación tras generación,
comprendiendo de paso la necesidad de poetizar por y para ver. Gállego escribió que la observación óptica de Turner “se alía
con un poético sentido de concentración” que le permite representar conceptos
como el de la distancia o el modo en que el tiempo y el espacio se entreveran
¡Y todo ello a partir de los arquetipos paisajísticos clásicos! Si fue, en efecto, un espigador, descubrió algo en
aquellos campos diezmados sólo visible una vez recogida la cosecha.
Quizá una buena forma de terminar
estas líneas sea recoger aquí lo que Sir Charles Lock
Eastlake observó en sus coetáneos cuando contemplaban su obra: “admiraban de
buena gana lo que confesaban no atreverse a imitar”. Con Durand, uno prefiere
ver al pintor como el destilador de toda una serie de procesos íntimos y
esenciales de la Naturaleza que no habían sido puestos de manifiesto hasta
entonces en la historia del arte occidental. De Lorena et al le despejaron el camino hacia ese lugar en el que el paisaje
sucede tanto dentro como fuera del tiempo, y que no es en ningún caso la rapiña de lo que los
decanos desecharon. Quizá no haya metáforas capaces de expresar los qués y cómos de la pintura turneriana y solo sea posible encomendarse a un
final abierto ¿Fue Turner realmente un espigador?
Yate acercándose a la costa. Entre 1845 y 1850. Londres, Tate
Tormenta de nieve: Aníbal y su ejército cruzando Los Alpes. 1812. Londres, Tate
Tormenta de nieve. 1842. Londres, tate
La caída de una avalancha en Los Grisones. 1810. Londres Tate