17 may 2012

Sombras en la Tierra prometida. Tres artistas "góticos" en la Norteamérica decimonónica

   
Álbum Letras-Artes Nº 108. 2012

Sabemos que el diecinueve norteamericano fue un siglo acrisolado, absolutamente experimental y fascinante en todos los sentidos. Si se intenta obtener una perspectiva secular general y contextualizadora de la variedad de hitos, efemérides y momentos fundacionales que desembocaron en la constitución de los Estados Unidos de América -procurando alcanzar una cierta ponderación de esencias culturales que pase por la interconexión de particularidades que supone, en efecto, la idiosincrasia americana- veremos que al otro lado del Atlántico casi todo fue posible. Pero las reverberaciones de lo acontecido durante siglos en el Viejo Continente no sólo llegaron al país infante tardías y distorsionadas, sino que provocaron una cierta confrontación intelectual entre eurofilos y creyentes en el despertar cultural de la Nación. Así, las élites de Harvard y los defensores del self-made man (el hombre hecho así mismo), con R. W. Emerson a la cabeza, protagonizaron un debate de la naturaleza del que Eco plantearía un siglo después en su Apocalípticos e integrados.

El gran núcleo del arte norteamericano decimonónico es la representación paisajística: que varias generaciones de artistas abrazaran la Naturaleza con toda la fuerza de su alma no pudo impedir que su obra se prestase a lecturas relacionadas con las retóricas del progreso y el expansionismo. La pintura de paisaje dio pábulo a dos optimismos tan concordantes como discordantes: la visión trascendental del Wilderness  y el más exacerbado de los nacionalismos (en realidad una perversión propagandística del primero). Hasta aquí la cara clara, la faceta luminosa de una cultura naciente (no es casual que la Escuela de las Rocosas, sucursal oeste de la del Río Hudson, haya sido frecuentemente asociada al término genérico de Luminismo). Tras éste las partes oscuras, las sombras grotescas que la luz del triunfalismo paisajístico proyectó sobre las entrañas coloniales.

Por otra parte, esta otra dimensión de las letras y las artes norteamericanas presenta un cierto carácter seminal, sin duda relacionado con los viejos tabúes que las ortodoxias puritanas desembarcadas en la Nueva Jerusalén trajeron consigo. Más allá de la indudable sensibilidad gótica de Charles Brockden Brown (1771-1810) y de Poe, esta otra América vibra sin duda en los grandes novelistas estadounidenses; en Hawthorne, Melville e incluso en Faulkner. De hecho, sumándolos a la escuela trascendentalista -Emerson et al- obtendremos el claroscuro americano, al menos en lo que a literatura se refiere y como sucedió muy en paralelo para con las artes plásticas.


El ya difunto especialista en cultura norteamericana Leslie Fiedler ofreció una valiosísima clave de la cuestión al definir el gótico neocontinental como “una literatura de lo oscuro y lo grotesco en la tierra de la luz y la afirmación”; claro que estos “oscuro” y “grotesco” son recursos simbólicos para hablar de una realidad moral tan arraigada en las tradiciones como cegada por la luz de un futuro prometedor. Cabe aquí establecer tres grandes líneas de negrura, vertebradoras como lo fueron -y a su modo lo siguen siendo- de la imaginería gótica norteamericana. En tal sentido basta fijarse en manifestaciones culturales de perfecta contemporaneidad -como el pulp o todo un cine mainstream en donde la fascinación por lo mórbido sigue gozando de buenísima salud- para corroborar la pervivencia de esta cara oscura norteamericana.

Recontextualizando la cuestión, Hawthorne escribe sobre la primera de aquellas en La letra escarlata y nos remite directamente al oscurantismo de los tiempos premodernos: el escarnio público de la adultera Hester Prynne y el castigo vitalicio que la comunidad le impone; un mundo de odios silenciosos, culpa y expiaciones que rozan el sadismo, y que se corresponde bastante bien con el viejo Gótico. La segunda gran línea tiene que ver con los aspectos marginales de dicha comunidad, puede ser comprendido como todo un costumbrismo morboso y sus temas predilectos son el alcoholismo y los vicios en general, la mendicidad y las gestas de los pilluelos callejeros. La tercera es el gigantesco borrón ético de la esclavitud y no en vano, no fueron pocas las imágenes arquetípicamente góticas que se adaptaron a esta realidad moral.

A medio camino entre lo satírico y lo repulsivo, el pintor David Gilmour Blythe (1815-1865) se especializó en los aspectos sombríos de los que acabamos de hablar. Temperance Pledge (entre 1856 y 1860) muestra a un hombre en la encrucijada moral de resistir o claudicar ante una botella de licor, no siendo tanto una obra moralista como autobiográfica, ya que este artista autodidacta vivió y murió en lucha con su propia adicción a la bebida. Por otra parte, Man Putting on Boots (1860) es un retrato perfectamente grotesco donde las limitaciones técnicas de Blythe se alían con el tema resultando en un feísmo nada arbitrario: se trata de la sensibilidad de los pintores autodidactas coloniales -los llamados limners- para plasmar un mundo que escapaba al academicismo que unos pocos pintores del bando luminoso trajeron de Europa.


Washington Allston (1779-1843), que perteneció a esa diáspora de artistas viajados, no pudo evitar que la pesadilla americana alterase su sueño de convertirse en un gran pintor de historia. Unos convulsos años veinte en Boston -un clima político y económico profundamente enrarecido- lo arrastraron hacia temas terroríficos como los plasmados en Saul and the Witch of Endor (entre 1820 y 1821) o Belshazzar´s Feast (entre 1817 y 1843), produciendo una iconografía típicamente gótica y adaptándola  a las problemáticas morales de la joven nación. Como en el caso de Blythe, Allston lidió con toda una serie de cuestiones que le afectaban personalmente dado su origen sureño y su consecuente familiarización con una esclavitud condenada a la obsolescencia. Son pues, cuadros que nos hablan tanto de la decadencia de un stablishment como de la incertidumbre provocada por no saber ciertamente qué iba a suceder a continuación.

Además del artista popular y del academicista cabe citar aquí a John Quidor (1801-1881): el pintor de escenas de Washington Irving. Quidor fue otro recio limner tan aficionado a la botella como a las lecturas del famoso escritor y de Fenimore Cooper. Si bien fue prácticamente un caricaturista, obras como The Money Diggers (1832) o Tom Walker´s Flight muestran aquello que ni para el costumbrismo modélico ni para la alta pintura paisajística pareció nunca existir. Aunque muy lejos de la pulcritud con la que Irving lo hizo, Quidor llevó a su presente las viejas leyendas coloniales, de modo que podemos ubicarle entre la sordidez social de Blythe y la americanización de mitos de Allston. Igualmente, queda así justificado porque hemos decidido referirnos a estos tres góticos americanos entre tantos otros artistas susceptibles de ser citados.

Claro que hubo otros Blythes, Quidors y Allstons, así como todo un arte menor satírico vinculado a la prensa y a ciertos valores inequívocamente coloniales: la llamada cultura Knickerbocker. Así y a pesar de que “gótico americano” sea prácticamente un oxímoron, sí se dio en el joven país -unas veces en el intento de nacionalizar el viejo espíritu oscuro, otras plasmando su pervivencia con verdadera franqueza- algo como un goticismo. Podríamos hablar de un gótico descendido de sus antiguos pedestales polvorientos para reinventarse en el gigantesco experimento americano, aunque no menos de las sombras que todo gran foco luminoso proyecta tras los objetos sobre los que se cierne.

Temperance Pledge
Saul and The Witch of Endor (grabado)
The Money Diggers