Museum voor Schune Kunsten, Gante
De 17 de septiembre de 2011 a 29 de enero de 2012
Publicado en Álbum Letras-Artes Nº 107
Publicado en Álbum Letras-Artes Nº 107
Las academias parisina y romana de
finales del diecisiete contextualizaron la transformación del binomio disegno/colore de Vasari en querella entre poussinistas y rubenianos. Un
siglo y algunas décadas después un joven Constable se quedaba con los dos,
siempre bajo la preeminencia de Claudio de Lorena. De esta manera, el británico
firmaba las cláusulas del paisajismo clásico, justamente ese equilibrio
loreniano entre aspectos compositivos y fenomenológicos que prevalece en su
obra más o menos hasta mediados de los veinte del siglo diecinueve. Después y como
por acción de una maravillosa catarsis cocinada a fuego lento, el autor de El carro de heno compondrá ya con la
mancha, omitiendo la tradicional base de colores pardos previa al desarrollo
del cuadro y sin miedo de violar con la espátula la limpidez de los grandes
maestros paisajistas. Desde el Constable copista de Claudio y Ruysdael hasta el
atormentado plenairista último se extiende una persecución de esencialidades y una apuesta mantenida
en el tiempo por la subjetivación como producto del aprehender paisajístico,
todo ello sin renunciar a la sólida formulación racional de principios de
observación característicos del sistema constableano. A continuación
profundizaremos en las claves de un proceso tan magnífico como el que, cortesía
del londinense Victoria and Albert Museum, ha sido puesto a disposición del
espectador en el Museum vor Schone Kunsten de Gante.
Para situarnos, no han de obviarse
los comienzos de Constable como dibujante topográfico ni la influencia que
libros como L’histoire naturelle de
Selborne de Gilbert White, Researches
about Atmospheric Phaenomena de Thomas Foster y sobre todo el Essay of the Modification of Clouds de
Luke Howard ejercieron sobre su modo de observar la Naturaleza. De ahí que en
1836 y en una de sus últimas conferencias afirmase que la pintura es una
ciencia, que los cuadros de paisaje son experiencias y que más allá de las
aspiraciones poéticas existe una búsqueda legítima, científica y mecánica. Sacó
a relucir entonces el quid de la
cuestión: los nuevos usos de las
materias pictóricas y dibujísticas que protagonizan su madurez artística
persiguen justamente esa mutabilidad. Se trata de darle una vuelta de tuerca a
la mera observación para alcanzar la comprensión; sentencia ésta que nos remite
inevitablemente a Humboldt, al cientifismo romántico y al ejercicio de la razón
como vía de aproximación a La Verdad única y trascendente.
Cuestiones como las recién ponderadas
son las que forjan al Constable menos conocido y gran influente de Delacroix, de
Gericault y de los impresionistas franceses. Alcanza su apogeo durante sus
últimas vacaciones en Salisbury, en 1829, pintando cuadros como Noues à Salisbury (1829-1930) o su
estudio preparatorio. He aquí una obra de aire libre ayudada por un esbozo en lápiz sobre papel que exhibe retícula y
diseño lineal y que se inscribe justamente en un contexto en el que el esquisse comenzaba a ganar independencia.
Dicho dibujo ilustra el mentado modus operandi del pintor científico en su
voluntad de aprehender lo que escapa y sin embargo se alcanza a partir del disegno, de conseguir un paisaje capaz
de hablar de la hora en la que fue pintado y de las condiciones meteorológicas del
momento. Es el intento afable de atrapar el instante para llegar mágica e
irónicamente a su paisaje; a la
proyección emocional del sujeto creador sobre
el objeto representado.
A pesar de que la melancolía es casi
una constante en la obra del inglés, la muerte de su esposa tuberculosa en 1828,
Maria Bicknell, se dejará sentir en su producción sucesiva. Comienza entonces
una etapa de estudios puros duramente condenada por la crítica. Son paisajes
poco definidos, muy alejados ya de los cánones lorenianos; sobre todo paisajes
en los que el reposo de épocas anteriores ha dejado paso a una especie de
incertidumbre matérica. Obras como Moulin
à vent près de Brighton (entre 1828 y 1829) o La Vallée de la Stour: L’èglise de Dedham dans le lointain (entre
1831 y 1836) lo muestran muy claramente, y aun siendo formalmente muy distintas
son tributarias de un representar emocional propio que el óleo de taller nunca
le hubiese permitido expresar. En esta manera espontánea y deliberadamente
inocente de mirar no hay rastro de lo
que Poussin describió como su amor temperamental por las “cosas ordenadas”.
Constable procura entonces pintar lo que ve
sin retorizarlo hasta alcanzar el paisaje en sí.
Esbozos del todo autónomos como estos
son la perfecta demostración de una sentencia poco conocida de R.L. Stevenson según
la cual el paisaje no afecta más a las ideas de lo que éstas al primero. Claro
que este viaje de vuelta del objeto representado hacia el creador germinará a
partir de la renuncia de los recursos artificiales clásicos; en el fondo, toda
una constelación de filtros limitadores del componente emotivo -siempre del
lado del colore, casi siempre en rebeldía
frente al trazo ordenador- por el bien de una imagen arquetípica mesurada.
Hasta aquí la más o menos discutible razón de ser de la obra bosquejada en la
que Constable trabajó mientras sus grandes pinturas eran expuestas y
reconocidas. De alguna manera, un formato que le permitiría expresarse ante la
adversidad tanto como frente a un paisaje cada vez más oprimido bajo el yugo de
la industrialización decimonónica de Inglaterra.
Entenderemos mejor el porqué de que
la producción de su última década sea tan pródiga en cielos convulsos si
recordamos que, para Constable, éstos eran el principal “órgano de sentimiento”.
No sólo como catalizador de la acción de la luz física sobre todas y cada una
de las partes de la Naturaleza, sino también como insondable depositario de una
luz anímica propia que el artista supo materializar sobre telas y papeles. El omnia mutantur que obras como Étude de cirrus (entre 1821 y 1822)
investigan, remitiendo ésta a la aun vigente clasificación de las nubes de
Howard, converge con los también siempre mutables sentimientos interiores del cazador de momentos paisajísticos. Así,
la ausencia de una reelaboración definitiva a posteriori hace de cada uno de
estos ítems artísticos fragmentos equivalentes a un Todo plásticamente consumado;
fragmentos de eternidad que prueban, sino una realización espiritual capaz de
ser compartida por el espectador, el influjo redentor que la experiencia
directa de la Naturaleza puede llegar a tener sobre sus atribulados moradores.
La carta de 1823 en la que Constable
escribió al archidiácono Fisher -íntimo del artista- sobre cielo y sentimiento
alude también a Sir Joshua Reynolds hablando de Ticiano, Rosa, Claudio y de
cómo sus cielos simpatizan con los sujetos. Un cuadro como la Escena costera al alba (1674) del
lorenés muestra con bastante claridad lo que el paisajista decimonónico tomó
del maestro como éste de Carracci y los boloñeses. Quiere decirse que lo que
Constable denominó “el claroscuro de la naturaleza” puede ser concebido como un
objeto de conocimiento pictórico en desarrollo desde los albores de la pintura
occidental de paisaje: un objeto esencial y perpetuamente inacabado sólo
alcanzable a partir de un planteamiento experiencial y experimental. Toda esta
línea de pensamiento nos conduce a lo que Gombrich presentó como la preferencia
más o menos general de la sugestión sobre la representación propiamente dicha: una
clave importante a la hora de reflexionar en torno a los bosquejos del
británico. Como dejó claro en Arte e
Ilusión (1960), el historiador vienés defendió la pintura de taller de
Constable sobre los estudios por su mayor articulación y supuestamente
consecuente mayor capacidad comunicativa.
Sea como fuere es curioso lo fácil
que resulta contextualizar La Charrette
de Foin (1821) frente a la intemporalidad que envuelve a constables como Stoke-By-Nayland, Suffolk (sobre 1829).
Se debe a que la primera -aun reflejando un temprano interés por las relaciones
íntimas entre luz y materia- no se ha convertido todavía en experiencia pura
mientras que la mirada directa plasmada en los esquisses alcanza lo universal desde lo particular y lo metafísico
a partir de la familiaridad con lo físico. En definitiva, Constable supo que la
caza de la mutabilidad requería dejar el temperamento ordenador -como el de
Poussin- en el estudio y acudir al aire libre con la voluntad de establecer un
diálogo con el paisaje. Muchas de las actas de éste último han sido puestas a
disposición del espectador en Gante posibilitando que toda una serie de
experiencias pueda generar otras y así sucesivamente ¿No es ésta la razón de
ser del arte?
Estudio de Cirros. 1821-1822
Marina con nube de lluvia. 1827
Árboles y un ensanche del Stour. 1836