17 feb 2012

A la caza de la mutabilidad. Los bosquejos de John Constable


John Constable. Esquisses à l’huile du Victoria and Albert Museum, Londres
Museum voor Schune Kunsten, Gante
De 17 de septiembre de 2011 a 29 de enero de 2012
Publicado en Álbum Letras-Artes Nº 107

Las academias parisina y romana de finales del diecisiete contextualizaron la transformación del binomio disegno/colore de Vasari en querella entre poussinistas y rubenianos. Un siglo y algunas décadas después un joven Constable se quedaba con los dos, siempre bajo la preeminencia de Claudio de Lorena. De esta manera, el británico firmaba las cláusulas del paisajismo clásico, justamente ese equilibrio loreniano entre aspectos compositivos y fenomenológicos que prevalece en su obra más o menos hasta mediados de los veinte del siglo diecinueve. Después y como por acción de una maravillosa catarsis cocinada a fuego lento, el autor de El carro de heno compondrá ya con la mancha, omitiendo la tradicional base de colores pardos previa al desarrollo del cuadro y sin miedo de violar con la espátula la limpidez de los grandes maestros paisajistas. Desde el Constable copista de Claudio y Ruysdael hasta el atormentado plenairista último se extiende una persecución de esencialidades y una apuesta mantenida en el tiempo por la subjetivación como producto del aprehender paisajístico, todo ello sin renunciar a la sólida formulación racional de principios de observación característicos del sistema constableano. A continuación profundizaremos en las claves de un proceso tan magnífico como el que, cortesía del londinense Victoria and Albert Museum, ha sido puesto a disposición del espectador en el Museum vor Schone Kunsten de Gante.

Para situarnos, no han de obviarse los comienzos de Constable como dibujante topográfico ni la influencia que libros como L’histoire naturelle de Selborne de Gilbert White, Researches about Atmospheric Phaenomena de Thomas Foster y sobre todo el Essay of the Modification of Clouds de Luke Howard ejercieron sobre su modo de observar la Naturaleza. De ahí que en 1836 y en una de sus últimas conferencias afirmase que la pintura es una ciencia, que los cuadros de paisaje son experiencias y que más allá de las aspiraciones poéticas existe una búsqueda legítima, científica y mecánica. Sacó a relucir entonces el quid de la cuestión: los nuevos usos de las materias pictóricas y dibujísticas que protagonizan su madurez artística persiguen justamente esa mutabilidad. Se trata de darle una vuelta de tuerca a la mera observación para alcanzar la comprensión; sentencia ésta que nos remite inevitablemente a Humboldt, al cientifismo romántico y al ejercicio de la razón como vía de aproximación a La Verdad única y trascendente.

Cuestiones como las recién ponderadas son las que forjan al Constable menos conocido y gran influente de Delacroix, de Gericault y de los impresionistas franceses. Alcanza su apogeo durante sus últimas vacaciones en Salisbury, en 1829, pintando cuadros como Noues à Salisbury (1829-1930) o su estudio preparatorio. He aquí una obra de aire libre ayudada por un esbozo en lápiz sobre papel que exhibe retícula y diseño lineal y que se inscribe justamente en un contexto en el que el esquisse comenzaba a ganar independencia. Dicho dibujo ilustra el mentado modus operandi del pintor científico en su voluntad de aprehender lo que escapa y sin embargo se alcanza a partir del disegno, de conseguir un paisaje capaz de hablar de la hora en la que fue pintado y de las condiciones meteorológicas del momento. Es el intento afable de atrapar el instante para llegar mágica e irónicamente a su paisaje; a la proyección emocional del sujeto creador sobre  el objeto representado.

A pesar de que la melancolía es casi una constante en la obra del inglés, la muerte de su esposa tuberculosa en 1828, Maria Bicknell, se dejará sentir en su producción sucesiva. Comienza entonces una etapa de estudios puros duramente condenada por la crítica. Son paisajes poco definidos, muy alejados ya de los cánones lorenianos; sobre todo paisajes en los que el reposo de épocas anteriores ha dejado paso a una especie de incertidumbre matérica. Obras como Moulin à vent près de Brighton (entre 1828 y 1829) o La Vallée de la Stour: L’èglise de Dedham dans le lointain (entre 1831 y 1836) lo muestran muy claramente, y aun siendo formalmente muy distintas son tributarias de un representar emocional propio que el óleo de taller nunca le hubiese permitido expresar. En esta manera espontánea y deliberadamente inocente de mirar no hay rastro de lo que Poussin describió como su amor temperamental por las “cosas ordenadas”. Constable procura entonces pintar lo que ve sin retorizarlo hasta alcanzar el paisaje en sí. 


Esbozos del todo autónomos como estos son la perfecta demostración de una sentencia poco conocida de R.L. Stevenson según la cual el paisaje no afecta más a las ideas de lo que éstas al primero. Claro que este viaje de vuelta del objeto representado hacia el creador germinará a partir de la renuncia de los recursos artificiales clásicos; en el fondo, toda una constelación de filtros limitadores del componente emotivo -siempre del lado del colore, casi siempre en rebeldía frente al trazo ordenador- por el bien de una imagen arquetípica mesurada. Hasta aquí la más o menos discutible razón de ser de la obra bosquejada en la que Constable trabajó mientras sus grandes pinturas eran expuestas y reconocidas. De alguna manera, un formato que le permitiría expresarse ante la adversidad tanto como frente a un paisaje cada vez más oprimido bajo el yugo de la industrialización decimonónica de Inglaterra.

Entenderemos mejor el porqué de que la producción de su última década sea tan pródiga en cielos convulsos si recordamos que, para Constable, éstos eran el principal “órgano de sentimiento”. No sólo como catalizador de la acción de la luz física sobre todas y cada una de las partes de la Naturaleza, sino también como insondable depositario de una luz anímica propia que el artista supo materializar sobre telas y papeles. El omnia mutantur que obras como Étude de cirrus (entre 1821 y 1822) investigan, remitiendo ésta a la aun vigente clasificación de las nubes de Howard, converge con los también siempre mutables sentimientos interiores del cazador de momentos paisajísticos. Así, la ausencia de una reelaboración definitiva a posteriori hace de cada uno de estos ítems artísticos fragmentos equivalentes a un Todo plásticamente consumado; fragmentos de eternidad que prueban, sino una realización espiritual capaz de ser compartida por el espectador, el influjo redentor que la experiencia directa de la Naturaleza puede llegar a tener sobre sus atribulados moradores.

La carta de 1823 en la que Constable escribió al archidiácono Fisher -íntimo del artista- sobre cielo y sentimiento alude también a Sir Joshua Reynolds hablando de Ticiano, Rosa, Claudio y de cómo sus cielos simpatizan con los sujetos. Un cuadro como la Escena costera al alba (1674) del lorenés muestra con bastante claridad lo que el paisajista decimonónico tomó del maestro como éste de Carracci y los boloñeses. Quiere decirse que lo que Constable denominó “el claroscuro de la naturaleza” puede ser concebido como un objeto de conocimiento pictórico en desarrollo desde los albores de la pintura occidental de paisaje: un objeto esencial y perpetuamente inacabado sólo alcanzable a partir de un planteamiento experiencial y experimental. Toda esta línea de pensamiento nos conduce a lo que Gombrich presentó como la preferencia más o menos general de la sugestión sobre la representación propiamente dicha: una clave importante a la hora de reflexionar en torno a los bosquejos del británico. Como dejó claro en Arte e Ilusión (1960), el historiador vienés defendió la pintura de taller de Constable sobre los estudios por su mayor articulación y supuestamente consecuente mayor capacidad comunicativa. 

Sea como fuere es curioso lo fácil que resulta contextualizar La Charrette de Foin (1821) frente a la intemporalidad que envuelve a constables como Stoke-By-Nayland, Suffolk (sobre 1829). Se debe a que la primera -aun reflejando un temprano interés por las relaciones íntimas entre luz y materia- no se ha convertido todavía en experiencia pura mientras que la mirada directa plasmada en los esquisses alcanza lo universal desde lo particular y lo metafísico a partir de la familiaridad con lo físico. En definitiva, Constable supo que la caza de la mutabilidad requería dejar el temperamento ordenador -como el de Poussin- en el estudio y acudir al aire libre con la voluntad de establecer un diálogo con el paisaje. Muchas de las actas de éste último han sido puestas a disposición del espectador en Gante posibilitando que toda una serie de experiencias pueda generar otras y así sucesivamente ¿No es ésta la razón de ser del arte?


Estudio de Cirros. 1821-1822
Marina con nube de lluvia. 1827
Árboles y un ensanche del Stour. 1836