8 nov 2011

Palabras para un doliente. Ovidio Murguía de Castro


Nació en la localidad coruñesa de Lestrove para morir veintiocho años después, tuberculoso y sin haber podido desarrollar una pintura que empezaba a volverse interesante a medida que iba acercandóse el 1900 de su final. Ser hijo de Rosalía de Castro y Manuel Murguía le posibilitó establecerse en la casa madrileña del escritor Alejandro Perez Lugín y obtener un mecenazgo intelectual que no estaba al alcance de todo el mundo y del que formaron parte artistas como Alejandro Ferrant y Tomás Muñoz Lucena, o políticos como Manuel Linares Rivas o Eugenio Montero Ríos. Como para su colega y paisano Jenaro Carrero, la formación capitalina de Murguía se desarrolló principalmente en El Prado y en el Círculo de Bellas Artes, siendo Claudio de Lorena y Carlos de Haes los faros de su navegación hacia una pintura de paisaje de calidad y cualidad; hacia unas costas en las que sin duda hubiese acabado por desembarcar de no haberse ido tan prematuramente.
 
La correspondencia entre padre y artista durante la época madrileña del segundo da fe de la vigilancia que el literato Murguía mantuvo sobre el jovén pintor: "Atente al natural. Alejandro te podrá proporcionar papeletas para la Casa de Campo, la Moncloa y demás; sitios donde hay muy buen paisaje. Si puedes hazlo con figuras, porque lo general es que los paisajistas no se atreven con la figura, y si puedes, no dejes de poner aguas, que ya sabes que bien hacen". En efecto, los consejos del padre del artista y del regionalismo intelectual gallego llevaron al primero a los campos de Aranjuez, las montañas de El Pardo y la Sierra de Guadarrama; lugares en los que el joven paisajista encontró, a su decir, "un sentimiento de comunión con el mundo, una fuga mística y panteísta hacia un infinito cualquiera".

Cuando uno ve la obra de Murguía de Castro entiende hasta que punto fue hija de su tiempo; una hija modélica para ser exactos. No obstante, tal vez sea su perseverancia, la entrañable relación guardada con su padre (huerfano de madre como era), el destino truncado de una pintura a la que le faltó el tiempo para hablar por fín de sí misma, tal vez su idílio guadarrameño, lo que me tiene meditabundo frente a una pantalla eligiendo palabras para un doliente. Y es que de nuevo Carrero, Parada Justel y Joaquín Vaamonde, constituyeron con nuestro protagonista la hoy recordada como "A Xeración Doente": tipos que se mantuvieron alejados de los manifestos, no demasiado pródigos en las élites artísticas del momento y en definitiva, tipos que tuvieron que morir sin esa gloria repartida entre Lloréns, Castelao, Sotomayor y otros pocos que parecen vivir aún, bien que transmutados en ríos de tinta.

Añadiré que Murguía de Castro me ganó cuando descubrí su Sierra de Guadarrama (1898, Museo de Belas Artes da Coruña): un panorama, juraría que de la Maliciosa y el Peñotillo, que pone al espectador en pie sobre el yermo invernal del primer plano. Entonces supé que hubiese llegado a aquellas costas añoradas de no haber sucumbido in itinere, que fue un paisajísta genuino y que Don Manuel, realmente exigente con él, tuvo que estar francamente orgulloso de ese hijo que tuvo que enterrar no mucho antes de pintar una Cabeza de Monje (1899, Museo de Belas Artes da Coruña) que es ya obra de un maestro; de un maestro doliente.