PS (28-03-13): Walter Bonatti (alpinista y periodista. 1930-2012) habla sobre su origen "fluvial" en el documental homónimo de Sebastián Álvaro. Este último fue proyectado en varios eventos de montaña y televisado en La 2, y en él, su protagonista expone algunos de los aspectos vitales sobre los que se reflexiona en este artículo
Rilke escribió que la infancia es
la patria del hombre y Walter Bonatti (1930-2011) dijo que la suya transcurrió en las
inmediaciones de un río. Fue en aquellos escenarios de su niñez donde oyó por
primera vez el canto silencioso del coro de entes alpinos que desde aquella
parte de Italia se divisaban lejanos, nebulosos y vestidos con los púrpuras
neutros que la distancia les confiere. Aquel color pálido tantas veces generado
en las paletas de Poussin y De Lorena mantuvo a la montaña en su sitio durante
siglos: perfectamente alejada de las escenas pastorales y las recreaciones
clásicas tan del gusto de los maestros paisajistas europeos. No en vano y
después de visitar Chamonix espoleado por los descubrimientos saussureanos,
Chateubriand dudó seriamente que la montaña alpina pudiese obsequiar al poeta
con la speciosa deserta o la belleza
de las soledades.
Considerado esto, hay que decir
que -sin ser ni de lejos el primero- Bonatti fue uno de los grandes hombres
decididos a franquear dicho velo purpúreo para escuchar lo que concilios de
pináculos graníticos, el gneiss y las nieves perpetuas tenían que decirle. Claro
que él también tuvo voz en esta especie de conversación panteísta vital y con
ella, de hecho, reconoció a un padre en Los Alpes; un padre exigente que le
prepararía para todo un elenco de ascensiones fuera de casa frecuentemente marcadas
por la emergencia de dudosos compañerismos, bajas pasiones y a posteriori,
cruces de acusaciones que el tiempo ha conseguido esclarecer en favor del
alpinista lombardo. En cualquier caso, la gran tragedia que marco su vida
aconteció en los dominios de ese padre telúrico: cuatro muertos y tres
supervivientes en el Frêney. Bonatti dijo que volvieron los que tenían mujeres
en vilo; los que no podían permitirse darle pábulo al agotamiento (Pit Schubert
comenta algo parecido sobre la escasa resistencia a la muerte de los porteadores
himalayos debido a su creencia en la Metempsicosis).
Pero Bonatti era también un
creyente templado, digamos que en el Orden Superior del que habla Jünger en
algún párrafo de Los acantilados de
mármol. Templado como corresponde a un alpinista que asumió tamaños grados
de exposición y compromiso y que, a buen seguro, le convirtieron en hijo de Los
Alpes por una parte y en apadrinado de los macizos del mundo por otra. Así, más
allá de la excentricidad y la metáfora, puede que Tomaz Humar (1969-2009 en el Lantang Lirung) tuviese buenos motivos para creer ser adorado por las montañas: la voluntad de ese Orden esencialmente sincero es tan insondable como
inquebrantables las reglas que lo rigen. En cualquier caso, la aceptación incondicional
de este código existencial fue lo que permitió a Bonatti decir públicamente que creía haber vivido
doscientos años.
Desde un profundo respeto, como
de nuevo corresponde a alguien sabio y templado, el italiano dejó bien claro
que no comprendía en absoluto el alpinismo de hoy en día. En sintonía con el de
los grandes escaladores clásicos, el suyo fue siempre un asunto entre hombre y
Naturaleza; sin sentido más allá de su solemnidad. La idea era escuchar las sugerencias de la montaña a la hora de trazar itinerarios para vencer sin imponer, pero décadas de aperturismo fueron agotando
paulatinamente las rutas lógicas hacia las cumbres más codiciadas y el espíritu
emprendedor que nos caracteriza fue olvidando que el de qué manera prevalece siempre sobre el qué y el por dónde. Por
eso, más allá de la primera ascensión al Gran Capucin, del célebre vivac sobre
ocho mil metros en el K2 y de otras tantas peripecias, es más que recomendable
recordar al Bonatti intelectual y su gran legado inmaterial: su noción de
alpinismo como búsqueda de lo intocado, como tan sólo una pequeña parte de la
experimentación reverencial de la Naturaleza y como voluntad de comunión con el Todo.
Hablo del Bonatti que nos enseñó
que el heroísmo es un atributo simple y llanamente moral y los héroes, como los soldados condecorados del
western They came to Cordura (Robert
Rossen, 1955), individuos capaces de las peores inanidades. Sin duda, poder
comprobar tal supuesto en número suficiente de ocasiones y ver el cariz desacralizado de las nuevas éticas y
estilos alpinos debieron jugar un papel importante en su retirada. Tenía
treinta y cinco años y una buena cantidad de folios que mecanografiar, de
artículos que redactar para Epoca, todo
un mundo que seguir recorriendo y un montón de lugares que fotografiar. Contaba además con
cuarenta y seis años para demostrar que los alpinistas genuinos son una especie
de filósofos prácticos; amantes del conocimiento que la Naturaleza pone a
disposición de los grandes curiosos.
Cesar Pérez de Tudela, que
también comprende cada vez menos, escribió la necrológica de Bonatti en El País recordando que, en algún lugar de La Patagonia, éste le dijo que vivían la mejor
de las vidas posibles. Una vida en la que no todo es hostilidad y privación y
en la que las recompensas -fragmentos de eternidad como el compartido entre
Tudela y el ya difunto- toman formas como la de “muchas noches oscuras” en las
que contemplar "una plétora de estrellas a la deriva”.
Aquellas permitieron al hijo de Los Alpes soñar “con horizontes imposibles hasta darle
proporciones humanas al infinito” y confundirse con el Universo: el sueño de un
niño a la orilla de un río.