Álbum Letras-Artes. Número 102, 2010
Hablar de los orígenes de la literatura genuinamente norteamericana es hacerlo de Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne, Henry Thoreau... y sobre todo, de Ralph Waldo Emerson. Para comprender el proceso de formación de la identidad cultural de Estados Unidos, nada como penetrar en el mundo de impresiones en el que el padre del trascendentalismo se vio envuelto durante su visita a la cuna de nuestro Viejo Continente. Por ello, acometeremos ahora un sintético intento de reflejar los momentos más significativos del periplo italiano del autor de Nature; primera parada de un grand tour del que -gracias a la perennidad de las letras de su protagonista- hoy tenemos afortunado conocimiento.
Ralph Waldo Emerson (1803-1882) ha pasado a la historia no sólo como uno de los padres fundadores de la identidad cultural norteamericana, lo ha hecho también como uno de los grandes ideólogos modernos de lo que podríamos llamar la visión espiritualizada de la Naturaleza. El pope del grupo trascendentalista de Concord, entre cuyos acólitos encontramos a figuras tan interesantes como la de Henry David Thoreau, Nathaniel Hawthorne o Margaret Fuller, viajó al Viejo Continente el día de Navidad del año 1832. Lo hizo a bordo del bergantín Jasper: la única de entre todas las embarcaciones del puerto de Boston que aquel veinticinco de diciembre iba a zarpar rumbo a Malta. Una vez embarcado, Emerson dejaba atrás la reciente muerte de su primera esposa, la renuncia a su ministerio unitario y las distintas enfermedades que afectaban a tres de sus cuatro hermanos. Cuarenta días en el mar le condujeron al puerto de destino y posteriormente a Sicilia, Italia, Francia, Inglaterra y Escocia. Carlos Baker dio una idea del periplo del pensador en los siguientes términos:
“Mientras meditaba junto a las ruinas, exploraba los monumentos culturales, hacía la genuflexión tan bien como podía hacerlo un unitario nominal ante los principales templos católicos, dejo de lado sus reservas de estadounidense de Nueva Inglaterra y entrevistó a varios de los grandes y no tan grandes literatos. Goethe acababa de morir; de lo contrario, el joven bostoniano habría incluido Alemania en su itinerario. Keats, Shelley y Byron también se habían ido, pero pudo ver a Landor en Fiesole, a Coleridge en Highgate, a Wordsworth en Rydal Mount y a Carlyle en Craigenputtock. Aunque todavía estaba lejos de alcanzar rango de celebridad literaria, era en cierto modo fiel seguidor de sus hermanos más destacados de habla inglesa. Cuando volvió a casa, su equipaje incluía el registro escrito a mano de su grand tour; un tesoro de unas cincuentamil palabras”.
Como el propio autor de Nature escribiría, en La Valetta maltesa experimentó las primeras alegrías brindadas por una mirada convertida en “la de un niño ante estos gloriosos libros ilustrados. Los monjes cantores, los techos tallados, las Vírgenes y los santos, (…) todos oráculos alegres, quotidiana et perpetua. Puertas de plata”. Dos semanas después llegaría a Siracusa para desayunar la miel de Hybla, pasearse entre los vestigios de las colonias griegas y beber las aguas de la fuente de Aretusa, justo antes de contemplar el Etna desde su locanda y de la visita obligada de Mesina, Palermo y Catania. Entonces, sus compañeros de viaje eran los sicilianos Itellario y Francesco -un sacerdote y un sastre- y Gaetano y Lorenzo, sobrinos del primero. Los che vella vedutta! se sucedían por cada panorama desplegado ante ellos en los recodos del camino; además, Emerson arrancó un magnífico che bravo signore! a sus acompañantes al compartir con ellos su dominio del latín y comunicarles su condición de sacerdote.
Las cosas cambiaron frente al prometedor mar de Palermo, en el manicomio municipal. Fue en el Spedale dei Pazzi donde el viajero de ultramar se vio impelido a retornar a la realidad de los graves problemas mentales de sus hermanos. Ya en Nápoles -ciudad también fundada por los griegos y la gran atracción italiana en contraposición a un casi siempre ignorado mezzogiorno- Emerson puso en duda el mítico Vedi Napoli e poi mori y el entusiasmo plasmado por Goethe en Viaje por Italia; libro entones leído por el bostoniano para el perfeccionamiento de su alemán. Tal vez pecando de una mirada excesivamente idealizada, el viajero sufrió cierta conmoción al descubrir que no sólo los intelectuales recorrían las calles de aquellas ciudades y villas míticas y que el hambre y el sufrimiento también lo hacían. Sea como fuere, tras visitar la iglesia de San Martín, la tumba de Virgilio y el Grotto del Cane se dirigió a Herculano y Pompeya, se citó con el temible Vesubio y de nuevo hubo de confrontarse con los peores aspectos de la condición humana, esta vez encarnados en la “población ladrona e infiel” que pululaba a su alrededor.
Dos robos después llegó a Roma y -aun experimentando un excepcional estado de salud- tuvo que vérselas con una compañía lo suficientemente decepcionante como para escribir sobre ella: “Daría toda Roma por un hombre digno de pasear por aquí”. Por otra parte, también le disgusto no poder aprehender “la Italia interior”, llegando a contar hasta quince conciudadanos suyos en las calles de la ciudad eterna en un mismo día. De todos modos, para un hombre con una relación tan problemática con la Historia, Roma era el sitio adecuado: el centro de un centro que si no estaba allí, no estaba en ninguna parte. Visitó el barrio judío, el Palazzo Cenci, Piazza de Spagna y uno de los lugares predilectos de los angloamericanos: la iglesia de Trinità dei Monti. Por supuesto, pasó también por San Pedro, la tan celebrada por Byron casa de Rienzi y otros tantos lugares cuya referencia impediría que estas líneas constituyeran un artículo breve.
Era mayo cuando llegó a Florencia. Tras un mes en Roma celebró allí su trigésimo cumpleaños en coincidencia con la fiesta de San Zenobio. Encontró tan de su agrado el Duomo, la catedral y el Campanile como lo espacioso de los alojamientos y los cafés, elegantes a la par que baratos. Lamentablemente, la melancolía volvió a adueñarse de él en Venecia; una ciudad que por lo demás, no le impresionó demasiado. Las circunstancias le llevaron a sufrir algo parecido a una pequeña crisis depresiva en la Piazza San Marco y a cuestionarse sus propias aptitudes sociales. En Padua disfrutó del entonces nuevo Caffè Pedrocchi, tal vez adulzando el sabor amargo que le dejó la ciudad del carnaval; un lugar gris en el que el agua olía “a sentina” y que sólo podía definirse como una “ciudad de castores”.
La magnificencia gótica de Milán, su Ospitale Grande, su catedral, sus estatuas... recondujeron a nuestro protagonista a un estado anímico favorable. Con ayuda del Conde de Verme y del carruaje que le prestó, Emerson -al más puro estilo turístico- visitó ocho iglesias y las principales curiosidades de la ciudad en el transcurso de un único día. No obstante, encontraría el epítome de su visita a la noble Milano en la contemplación de la urbe a través del jardín de aire formado por los pináculos catedralicios; un panorama presidido por los Alpes en último término que le haría considerar a ésta “una de las más grandiosas vistas de la tierra”.
Esta es la crónica express de uno de los más excepcionales grand tour de toda nuestra modernidad. Aunque la estancia europea era bastante común entre los recién licenciados en Harvard, no lo era tanto viniendo de uno de los mayores inconformistas de la historia del pensamiento universal. Emerson abogó por una relación genuina con la Naturaleza y por una mirada directa del presente, capaz de prescindir del velo -tedioso e incluso cegador- de los dogmas y las tradiciones de la vieja cultura. Tenía pues, razones de inusitada profundidad para cruzar el Atlántico en busca de su verdadero yo, justa y paradójicamente en la cuna de la civilización occidental. Todo ello permitió a Emerson confirmarse en una fe alternativa a la unitaria antes de franquear los Alpes hacía el resto de Europa. Igualmente, rodeado de vestigios de míticas civilizaciones ancestrales pudo concebir una historia más esplendorosa e intemporal aún: una Historia de la Naturaleza en la que verdad y belleza -ética y estética- son el Uno que acoge en su seno a las ruinas de los viejos imperios. Esta es la crónica pues, de un sacerdote que prefirió ser maestro y que encontró en Italia la atalaya desde la que contemplar la eternidad.
Retrato de Ralph Waldo Emerson (1803-1882)
Evelyn Hofer. The Hills of Italy. 1989