2 sept 2014

El tiempo de los Igers

Leer Nº 255

En abril se inauguró la Instagramers Gallery española –primera europea e importada de Miami- en pleno centro de Madrid. Toda vez que Espacio Fundación Telefónica ha decidido poner de largo esta galería, renovando mensualmente su contenido, volcaremos aquí algunas reflexiones atendiendo al curso lectivo que ahora empieza. Reconocer in situ las imágenes que los ciudadanos del mundo exhiben –no es una denominación irónica, ya que el discurso de la propuesta está lleno de conceptos como “arte social” o “ver y ser visto”, en clara alusión a la ya fundacional Mirrors and Windows del MoMA (Nueva York, 1978)- basta para arrostrar un puñado bastante limitado de tendencias estéticas: pulcras fotos arquitectónicas, mucha saturación cromática, retratos de perros con enseres en la cabeza, gente en el metro y un no demasiado diverso etcétera permite sacar algunas conclusiones. Ahí van.

En primer lugar, la españolización de los igers (usuarios de Instagram) se produce bajo tres grandes signos del arte institucional de nuestro tiempo: el de la técnica pura como medio de producción, el de la democratización absoluta (consumación del arte prosumer) y el del calado global. Hay, no obstante, cierto ruido de fondo lo suficientemente molesto como para que la directora del espacio haya tenido que aclarar que no se pretende “hacer un mero volcado de lo que hay en las redes sociales” y que “no todo vale”. La excusatio non petita remite directamente a uno de los grandes debates intelectuales del siglo XX; al saqueo midcult de las vanguardias que Dwight Mac Donald subrayara y, cómo no, al medio-mensaje de Mac Luhan.



Al arte por un filtro
 
Hablemos claro: Mac Donald tenía razón. Lo demuestra el hecho de que Instagram sea, entre otras cosas, un generador de filtros y efectos fotográficos; es decir, que se trate de una app capaz de conferir a las imágenes que los usuarios producen, aquí y allá, una suerte de pátina artística. Valga o no valga todo, la transformación de los igers en artistas implica la banalización de todo un oficio, por mucho que algunos de aquellos sean profesionales del arte. No es una cuestión de intrusismo: las facilidades que la técnica –supuestamente emancipadora- ofrece, profanan la alquimia del proceso fotográfico. Primero fue el aura benjaminiana de los soportes y ahora ha caído la cocina, mientras el mundo sigue desrromantizándose -¡pobre Novalis!- y Ortega, el propio Mac Donald, Greenberg y el resto de apocalípticos ilustres, contemplando –allá donde estén- la caída progresiva de los últimos bastiones aristocráticos.

Enlazando una premisa con otra, no conviene pasar por alto que todo este igualitarismo técnico proyecta una serie de sombras y, aunque parezca que el espectro de producción artística esté abriéndose ilimitadamente –que exista un proceso de diversificación directamente consecuente de la accesibilidad de los nuevos medios-, casi puede observarse que lo que ocurre es justamente lo contrario. Si libros como el Apocalípticos e integrados de Eco o Una filosofía del arte de masas de Noël Carrol dieron vueltas al asunto en su momento, está claro que no previeron adecuadamente el protagonismo de la técnica y de las tecnologías de la comunicación en el devenir sociocultural occidental; un devenir que puede contemplarse en los espejos y las ventanas instalados en Fuencarral 3.