21 oct 2011

Obermann


Revista Peñalara nº 540

Étienne Pivert de Senancour escribió que “a pesar de la lentitud de los movimientos aparentes, es en las montañas, en sus cumbres apacibles, donde el pensamiento, menos presuroso, es realmente más activo”; cita que encierra un significado especial para todo hollador de cimas, sean éstas modestas o no tan apacibles como este peculiar escritor y alpinista prerromántico pretendiera. En cualquier caso, Senancour es uno de los grandes traductores de la sublime unidad expresada por la Naturaleza en los lugares intocados, convenientemente a salvo de las emanaciones sociales.

Nació en París en 1770 y vivió en Suiza entre 1789 y 1795, recorriendo en solitario las regiones del Jura, Gruyère, Schwarzsee y Val de Travers. Tales andaduras alpinas contextualizaron la obra por la que tímidamente se le recuerda: el Obermann que da nombre a una composición de Liszt, que tanto influenciara a Unamuno y que tan desapercibido pasó al gran público en su tiempo y ahora, como eventualmente sucede con ciertas grandes obras de la literatura universal.

Levantada sobre dos grandes pilares llamados Rousseau y Louis Claude de Saint-Martin, el escrito del parisino es una extensa compilación epistolar ficticia que no parece conducir a ningún sitio; algo que no impedirá encontrar plasmados entre sus hojas ciertos momentos numinosos -diría de Pisón- que rentabilizan por sí solos la lectura de tan singular libro. Sin embargo y como si de un juego de luces y sombras se tratase, aquellos aparecen frecuentemente alternados con lapsos de auténtica desolación en los que el autor sucumbe a la incapacidad humana de aprehender el ideal vibrante en los escenarios alpinos y su promesa de eternidad.

Todo ello obedece también a un dilema de época: la tensión generada entre el descubrimiento científico de la montaña y su vivencia subjetiva, entre razón y espiritualidad, entre la realidad consensuada y la experiencia individual. Como todo hijo de su tiempo, Senancour osciló entre ambas vías de conocimiento sin mucha fortuna catártica. De ahí que muchos como él tomasen las heterodoxas sendas del esoterismo y la espiritualidad sincrética, sin miedo a desprenderse del pesado lastre de las dudas existenciales en su camino hacia el crisol artístico, literario e incluso científico que hoy conocemos genéricamente como “Romanticismo”.

Por otra parte, los cinco años de vagabundeo alpino del autor de Obermann le sirvieron para zafarse de una indeseada carrera religiosa en su Francia natal. Se vio pues, forzado a dejar atrás una sociedad en la que no podía ser y convertirse en el personaje que protagoniza sus divagaciones y cuyo nombre encierra dos significados superpuestos: “hombre de las cumbres” y “hombre superior”. En definitiva, se trata de alguien que asume dos grandes riesgos correlativos: el que atenaza su integridad física en los escarpados terrenos alpinos y el de la confrontación espiritual con la realidad metafórica del mundo, que diría Goethe y que no siempre es un camino de rosas.

Obermann comenzó a escribirse en 1801, publicándose por primera vez tres años después. Amén de a Saussure y a Bourrit, Senancour leyó profusamente la Historia del Japón de Koempfer, la Historia de los viajes del abate Prévost y una cantidad ingente de “historias” dieciochescas que sin duda estimularon su imaginación hasta cotas insospechadas. Además, no cabe duda de que dicho bagaje amplió la brecha que separaba al ilustrado de las frecuentemente idealizadas gentes de la montaña: en este caso los küheren; los ganaderos alpinos que -para su tormento- el parisino debió sentir tan cercanos como alejados de sí. He aquí el conflicto de conflictos: el ancestral y a todas luces fatal divorcio de la cultura occidental para con la Naturaleza.

Con todo y como si de una otra cara de la moneda se tratase, la alta montaña senancouriana coincide cronológicamente con la Suiza de los guías y de los refugios; con la convencionalización del wanderer y con la transformación del caminante romántico en turista. Es la era del Montblanc y la de todo un negocio emergente del que Senancour pretendió no saber nada en su consagración a la infinita e imposible tarea de encontrarse a sí mismo en una Naturaleza perpetuamente inacabada. Nada más lejos:

“Despedí a mi guía y trate de valerme por mis propias fuerzas; no quería que nada mercenario alterara esa libertad alpina, que ningún hombre del valle mermara la austeridad de esta región agreste. Sentí engrandecerse mi ser, confrontado así en soledad a los obstáculos y los peligros de una naturaleza difícil, lejos de las trabas facticias y de la industriosa opresión de los hombres”.

Obermann-Senancour manifiesta así su voluntad de escapar a toda posible perturbación en su viaje iniciático hacia ninguna parte. Como la Naturaleza misma, se trata de un viaje sin principio ni fin; interminable por definición. Pero a pesar de conseguir barruntar algún retazo de verdad tras el velo de Isis, fracasa en su búsqueda de una esencia cerrada. Parece omitir un hecho metafísico fundamental: la incapacidad de concebir la mutante inmensidad de un escenario como el que le rodeó habla por sí sola del milagro de la Creación.

Más allá del analfabetismo, el cretinismo alpino sobre el que escribiera el geógrafo Reclus y de otras lacras, es muy probable que las gentes montaraces admiradas por el escritor viviesen familiarizadas con aquello que éste no supo ver. Sea como fuere, no cabe duda de que Obermann invitará a todo nuevo lector a replantearse su relación con la Naturaleza; un quehacer más que recomendable en un tiempo como el que nos ha tocado vivir y en el que los estragos de la alienación social se van dejando sentir a velocidades cada vez más vertiginosas.