16 sept 2011

Paisaje noruego. Identidad y Divinidad


Álbum Letras-Artes. Número 104, Año 2011

En el primer piso de la Galería Nacional y de forma permanente, el Nasjonal Museet exhibe una selección de obras que, extraída de su colección, ilustra el desarrollo de la pintura Noruega desde 1814 hasta 1950. Quien visite “Art 3” pronto reparará en la recurrente presencia del paisaje en al arte noruego, al menos hasta las primeras décadas del veinte. A continuación nos referiremos a los artistas y los cuadros más representativos de una tradición cuyos últimos representantes portaban ya la semilla de las manifestaciones artísticas que iban a protagonizar el nuevo siglo sin renunciar por ello a la ética y la estética de los grandes maestros que les precedieron.

Como sus colegas en otros lares occidentales, los paisajistas noruegos recorrieron bosques y montañas en un doble proceso de búsqueda, probablemente intentando hallar la respuesta a la cuestión del ser noruego e intentando escrutar el rostro de la Gran Madre, para rendirle una pleitesía -la única moralmente aceptable- que llega hasta nosotros en forma de escuela pictórica; es decir, que queda acreditada mediante la excelsa obra paisajística de artistas como Hans Fredrik Gude, Adolph Tidemand, Thomas Fearnley o del más conocido de todos ellos: Johan Christian Dahl. Gude y Tidemand pasaron por la Escuela de Düsseldorf como Dahl por la de Dresde, quedando asociado vital y estilísticamente a Friedrich y Carus. 

A todos ellos se les inscribe en el romanticismo nacionalista noruego y para todos ellos la unicidad de su naturaleza era también la de su identidad como pueblo. Con todo y como se aprecia en el From Stalheim (1842) de Dahl, existe en estos artistas una voluntad universalizadora que persigue captar lo verdaderamente trascendente -en última instancia, lo irrepresentable- en el espacio mágico desplegado entre la apacible vida en el valle y la apabullante magnificencia de los entes montañosos. Así, el artista conseguirá representar el espíritu de lo verdaderamente noruego consiguiendo que Stalheim deje de ser un lugar aislado e inaccesible para convertirse en Tierra en sí misma, en mundo.

Podemos hablar de una conciencia noruega del paisaje toda vez que la montaña -tal como la representa Gude en High Mountains (1857)- es verdaderamente una especie de divina depositaria del carácter de sus habitantes, inmemorialmente loada en antiguos poemas, canciones y en toda una historia y folklore que se pierden en la noche de los tiempos. Tidemand y el neorromántico Nikolai Astrup -nacido cuatro años después de la muerte del primero- representarán escenas de vida entreverada con la Naturaleza; rituales profundamente humanos, ya perdidos y de nuevo sujetos a una misteriosísima relación de proporcionalidad entre lo nacional y lo universal. De ambos artistas respectivamente, Bridal Procession in Hardanger (1848) y Midsummer Night Bonfire (1912) son representaciones de lo que podríamos llamar “equilibrio y pertenencia”. Tanto en la boda de Tidemand-Gude (fue una obra conjunta) como en la hoguera de Astrup los tipos pertenecen al paisaje como éste les pertenece a ellos. Es más, los tipos son el paisaje y éste último la Naturaleza en sí.

Como buenos románticos decimonónicos y por parte de estos artistas, se infiere una conciencia paisajística en donde nacionalismo y panteísmo, niveles micro y macro de un mismo pensar, obedecen a una especie de resistencia nostálgica a aceptar un mundo que venía, velando las últimas horas del que se iba. Añadiremos que el sueco Marcus Larson compartió con Gude y Tidemand la vinculación a Andreas Achenbach durante su formación en Düsseldorf. Motif from the Sogne-Fjord (1861) es la obra que mejor refleja su fascinación por el paisaje noruego y el modo en que sus amigos en Alemania influyeron a este amante de Dahl y de la climatología escandinava. En el cuadro, gentes de los fiordos navegan las gélidas aguas noruegas a la luz de la luna, lo que permite comprender la obra como una versión hostil aunque igualmente idílica de la procesión nupcial en Hardanger.

 
Düsseldorf fue también el lugar en el que Hans Hertervig se formó con Gude como maestro. A pesar de trabajar con tipologías paisajísticas típicamente escandinavas, el carácter fantástico de su pintura mas una especial preocupación por aspectos lumínicos y atmosféricos convierten sus paisajes en oníricos, personales y especiales frente a los de sus colegas románticos. Sin ser una de sus obras más representativas, The Island Borgøya (1867) es de las más célebres; un cuadro en el que se observa cómo la imaginación del artista prevalece sobre la observación de la Naturaleza y en el que sus objetivos parecen enfocarse más en la elaboración de un paisaje mental que en la producción de un arte tributario de lo noruego. En cualquier caso y a pesar de que sus biógrafos hayan pretendido encontrar la sombra de la esquizofrenia en su legado, el artista vio -como sus compatriotas- una naturaleza contenedora del Todo: la Naturaleza trascendental.

En Astrup y en el once años mayor Harald Sohlberg encontramos una pintura en la que resuenan ecos de simbolismo e impresionismo. En cualquier caso, ambos tardorrománticos se emplearon a fondo a la hora de crear lo que podríamos considerar un estilo escandinavo de principios del veinte, diferenciándose de sus predecesores en un proceder más cercano al plenairismo que a la composición de paisajes ideales a partir de sketches. Así, la pintura de ambos se antoja más experiencial; es decir, que habla más de la experimentación individual del artista que de una mitologización convencional de la Naturaleza como la que se manejaba en los círculos de Dresde y Düsseldorf.

De ahí que pueda diferenciárseles de pintores como Dahl y Fearnley en un tratamiento de la figuración humana que ya no se corresponde con el centinela friedrichiano: ese característico mediador romántico entre paisaje y espectador. Sin duda, una de las obras más representativas de Sohlberg es su Winter Night in the Mountains (1914); un paisaje azul donde los haya y el fruto de una experiencia que resumió en los siguientes términos: “En invierno, las montañas te fuerzan al silencio. Embargan como si estuvieses bajo la bóveda de una iglesia, sólo que unas mil veces más”.

La obra de Astrup y Sohlberg invita a pensar en ellos como artistas solitarios aunque pertenecientes a cierto grupo heterogéneo y transicional: el de los últimos representantes de lo que Robert Rosenblum llamó “una fantasía ingenua que atribuía algún tipo de poder a las obras de arte”. Se entiende que estamos hablando de un poder espiritual como el que llevó a Sohlberg a escribir a su madre una impresión como la que acabamos de recoger y que obedece a una sensibilidad para con la Naturaleza cada vez más difícil de encontrar en el ámbito de producción y en los circuitos del Arte Contemporáneo.

De alguna manera pues, la nostalgia nórdica de los artistas que ahora nos ocupan queda justificada en una especie de conciencia profética. De ahí su fuerza -la fuerza de la belleza que quedó atrás, diría Wordsworth- y que su naturaleza vibre con la intensidad del que creyeron iba a ser un último homenaje. Sin embargo, probablemente sea éste sólo uno de tantos otros, inscritos en la inconmensurabilidad del tiempo, los ciclos y el misterio de los eternos retornos.


Thomas Fearnley. Balestrand on the Sojne Fjord. 1839
Lars Hertervig. Fra Borgoya. 1867
Harald Sohlberg. Vinternatt i fjellene. 1914