Leer Nº 278
Una instalación audiovisual
generativa a partir de mediciones heliosismológicas, una obra sonora
fotosensible, y hasta otra instalación electromecánica y también sonora, capaz
de sugerir una distopía posecológica a partir de una lata recogida en el Cabo
de Creus. Son descripciones de algunas de las creaciones que la Fundación Juan
March aloja estos días en Madrid; en una exposición de título tan sugerente -y
tan ambicioso- como Escuchar con los
ojos. Arte sonoro en España, 1961-2016. Allí, una profusa documentación
convive con cartelas mecanografiadas sobre cuartillas rayadas -que precisamente
resaltan ese carácter documentativo- y con la obra expuesta propiamente dicha.
El folleto divide la anterior en “sonora” y visual” y desvela cierta voluntad de
“exhibir” sonido. Como la exposición misma, son planteamientos que piden a
gritos, una y otra vez, sesudas revisiones dialécticas del tipo “qué es y qué
no es esto o lo otro”. Más allá de la Estética y, en cualquier caso, pueden
buscarse y encontrarse otras cosas allí; unos cuantos ingenios curiosos, si se
quiere, con los que entretenerse cualquiera de las tardes lluviosas a las que
suele acostumbrarnos esta época del año.
¿De qué se trata? De montajes,
ensamblajes y constructos participativos
venidos de una época en la que la interacción entre espectador y obra si acaso
despuntaba, pero también de instalaciones diferidas
cuyos elementos vemos expuestos, y cuyo audio se pone a nuestra disposición mediante
sendos auriculares. De los cassetes para escuchar en auto reverse de Grand Mal
Edicions (1986), de toda una escena underground
basada en el carteo y envío internacional de cintas, y en la que brilla con
especial intensidad el nombre de Esplendor
Geométrico. También de propuestas mucho más recientes como 3Dsound Printer_Can (2015) u Observatory/ Lisa Joy (2014-2016), que
suceden de algún modo al Disco Excéntrico
(1978) de Maderuelo o a ese Paisajes
Niños Máquinas (1988) de Lugán; un artefacto naif que necesita ser reparado
-siempre pasa en este tipo de exposiciones- y que nos permite disparar manualmente la clase de sonidos
que su nombre promete. Por supuesto, podría decirse mucho más de lo expuesto y
“exhibido” -o viceversa, o las dos cosas- en la Juan March. No en vano, son más
de cuatrocientas obras procedentes de algún momento de lo que ya supera más de
medio siglo y, consecuentemente, muchos nombres también; Yturralde, Navarro
Baldeweg, Valcárcel Medina, Cruz Novillo y Hugo Martínez Tormo, entre los que
cabría citar.
En Escuchar con los ojos hay también mucho de ver con los oídos: en la
grabación de un címbalo girando sobre un tocadiscos, en el Oleaje de frecuencias (2004) del último Lugán o en las cintas
reversas que uno mismo puede reproducir, lo que se escucha puede evocar
imágenes abstractas y muy visuales. Siguiendo con las reflexiones finales, el
“desafío curatorial” del que se hace gala en el folleto y con respecto a
“mostrar el sonido en espacios diseñados conforme a la lógica de la mirada”, no
debería ser tal: la frase entrecomillada resume el que quizá sea el quid más importante del arte sonoro. No
solo se trata de que, descontextualizado del espacio expositivo, probablemente
pasaría a ser otra cosa, sino también de que no fue precisamente ayer -como
quien dice- cuando se “exhibió” el sonido por primera vez. Aquel reto, de
haberlo sido alguna vez, debería engrosar de largo las listas de lo asumido y
normativizado. Por lo demás, Escuchar con
los ojos merece transitarse con calma y ser celebrada por poner
precisamente el ojo -y el oído- en las parcelas del arte contemporáneo menos
conocidas por el espectador común; como se dijo en relación a las conversaciones
celebradas en octubre, con Valcárcel Medina y Maderuelo, en el ciclo paralelo
ofrecido por la fundación: por “hacer sonar esa especie de cara B, poco
escuchada por el gran público, que pertenece por historia y por derecho a
nuestra historia artística contemporánea”.