4 abr 2013

De la luz y la nostalgia


Robert Adams: el lugar donde vivimos. Una selección retrospectiva de fotografías
MNCARS
De 16 de enero a 20 de mayo de 2013 

Leer Nº 241. 2013

El lugar donde vivimos, donde Adams vive, es a pesar del blanco y negro un lugar rosáceo y anaranjado: no tanto un atardecer como –tomo prestado un título de Paul Virilio y Sylvère Lotringer- un Amanecer crepuscular. Y es que la fotografía de Adams es muerte y nacimiento de dos mundos en uno, si acaso, cuidadosamente tejidos con pequeñas historias que descansan sobre un continuum universal. Él, por su parte, pertenece a la familia espiritual de Emerson, John Muir y Thoreau, solo que algo más próximo a figuras como las de Whitman o Alfred Kazin, que se las ingeniaron para poetizar las contradicciones fundamentales del hombre moderno y contemporáneo.

En su austeridad temática y compositiva, Adams encierra una misteriosa esencia narrativa que nos permite emparentarlo con una línea literaria posible: la que uniría a Cormac Mc Carthy con Richard Ford, tocando de soslayo Los vagabundos del Dharma de Kerouac y la Biblia de Neón de Toole. Sus fotografías –se ha dicho muchas veces- se leen, portadoras como son de una profundidad de campo trascendental que se fuga de la técnica para conquistar un no tiempo. En aquel, conflicto y reconciliación, tragedia y comedia, no son ya términos antagónicos; en aquel, Adams –y nosotros con él- se lame las heridas provocadas por una nostalgia necesaria.

Desde una solemnidad y una desdramatización extremas y sin concesiones a ninguna clase de retórica visual, Adams descompone una luz de sentido en al menos dos niveles metafísicos. Por una parte, la necesidad de la nostalgia como revulsivo contra la alienación y la aceleración –interesante término viriliano- y por otra, la necesidad también de la contemplación; una contemplación calma y reverencial que nos salve individualmente por mucho que haya –siempre según Virilio- tres bombas a punto de explotar: la informática, la atómica y la genética.

Puede que relacionar a Adams con el teórico de la velocidad civilizada sea una extravagancia arriesgada, pero el primero ha venido fotografiando el mismo mundo del que Virilio explica cómo y por qué se acaba; oprimido bajo un yugo vertiginoso que pretende desposeernos del olor de un libro usado, de los encuentros fortuitos, de las distancias que hemos de recorrer para (re)conocernos y que nos promete un orden de cosas literalmente inhumano. Es necesario pues, no sólo contemplar y disidir –porque tiene que haber una disidencia- sino recordar precisamente esa luz de sentido a la que he apelado hace un momento y que diluye en su seno a la otra luz –ciega y por siempre menor- de un progreso desenfrenado.

Gracias a Adams podemos decir –ruego que se entienda- que siempre nos quedarán las llanuras de Colorado. Excelsamente inmortalizadas, sus contemplaciones revelan toda una constelación de realidades ajenas al apocalipsis viriliano. Y es que, tan necesaria como la nostalgia es la esperanza que tan tímida y sin embargo tan irrefutablemente habita en las fotografías del americano; una esperanza contra la que ni las más monstruosas facetas del mundo que viene nada pueden ni podrán jamás hacer, y que se alberga en el tejido sensible de las mentadas pequeñas historias y los lugares en donde transcurren.

Robert Adams. Frame for a Tract House, Colorado Springs, Colorado, 1969