Robert Adams: el lugar donde vivimos. Una selección retrospectiva de fotografías
MNCARS
De 16 de enero a 20 de mayo de 2013
Leer Nº 241. 2013
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De 16 de enero a 20 de mayo de 2013
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El lugar donde vivimos, donde Adams vive, es a pesar del blanco y
negro un lugar rosáceo y anaranjado: no tanto un atardecer como –tomo prestado
un título de Paul Virilio y Sylvère Lotringer- un Amanecer crepuscular. Y es que la fotografía de Adams es muerte y
nacimiento de dos mundos en uno, si acaso, cuidadosamente tejidos con pequeñas
historias que descansan sobre un continuum
universal. Él, por su parte, pertenece a la familia espiritual de Emerson,
John Muir y Thoreau, solo que algo más próximo a figuras como las de Whitman o
Alfred Kazin, que se las ingeniaron para poetizar las contradicciones
fundamentales del hombre moderno y contemporáneo.
En su austeridad temática y
compositiva, Adams encierra una misteriosa esencia narrativa que nos permite
emparentarlo con una línea literaria posible: la que uniría a Cormac Mc Carthy
con Richard Ford, tocando de soslayo Los
vagabundos del Dharma de Kerouac y la Biblia
de Neón de Toole. Sus fotografías –se ha dicho muchas veces- se leen,
portadoras como son de una profundidad de campo trascendental que se fuga de la
técnica para conquistar un no tiempo.
En aquel, conflicto y reconciliación, tragedia y comedia, no son ya términos
antagónicos; en aquel, Adams –y nosotros con él- se lame las heridas provocadas
por una nostalgia necesaria.
Desde una solemnidad y una
desdramatización extremas y sin concesiones a ninguna clase de retórica visual,
Adams descompone una luz de sentido
en al menos dos niveles metafísicos. Por una parte, la necesidad de la
nostalgia como revulsivo contra la alienación y la aceleración –interesante término viriliano- y por otra, la
necesidad también de la contemplación; una contemplación calma y reverencial
que nos salve individualmente por mucho que haya –siempre según Virilio- tres
bombas a punto de explotar: la informática, la atómica y la genética.
Puede que relacionar a Adams con
el teórico de la velocidad civilizada
sea una extravagancia arriesgada, pero el primero ha venido fotografiando el
mismo mundo del que Virilio explica cómo y por qué se acaba; oprimido bajo un
yugo vertiginoso que pretende desposeernos del olor de un libro usado, de los
encuentros fortuitos, de las distancias que hemos de recorrer para
(re)conocernos y que nos promete un orden de cosas literalmente inhumano. Es
necesario pues, no sólo contemplar y disidir –porque tiene que haber una
disidencia- sino recordar precisamente esa luz
de sentido a la que he apelado hace un momento y que diluye en su seno a la
otra luz –ciega y por siempre menor- de un progreso desenfrenado.
Gracias a Adams podemos decir
–ruego que se entienda- que siempre nos quedarán las llanuras de Colorado.
Excelsamente inmortalizadas, sus contemplaciones
revelan toda una constelación de realidades
ajenas al apocalipsis viriliano. Y es que, tan necesaria como la nostalgia es
la esperanza que tan tímida y sin embargo tan irrefutablemente habita en las
fotografías del americano; una esperanza contra la que ni las más monstruosas
facetas del mundo que viene nada pueden ni podrán jamás hacer, y que se alberga
en el tejido sensible de las mentadas pequeñas historias y los lugares en donde
transcurren.
Robert Adams.
Frame for a Tract House, Colorado Springs, Colorado, 1969