13 sept 2011

H.D. Thoreau: Un aristócrata de la espiritualidad


Que leer. Año 14, número 153

Henry David Thoreau –que en realidad se llamaba David Henry– vivió y murió en Concord entre 1817 y 1862. Lo cierto es que el autor de Walden sólo salió de la histórica villa de Massachusetts para estudiar en Harvard y, posteriormente, como preceptor de una familia neoyorkina por mediación de Ralph Waldo Emerson. Así, “he viajado mucho en Concord” es una de las no pocas citas célebres que el pensador de Nueva Inglaterra nos ha legado. También fue en Concord donde resonó el primer disparo de la Guerra de Independencia. Por tanto, la literatura norteamericana pura surgiría del mismo lugar en que nacieron los Estados Unidos 42 años antes que Thoreau.

No se puede escribir sobre Henry David, cuya rebeldía se hace patente ya en la inversión de su nombre compuesto, sin referirse a Emerson. Éste, además de abrir las puertas de su casa y de su nada desdeñable biblioteca a un joven Thoreau, fue la figura central del trascendentalismo estadounidense.

El grupo trascendentalista se formó durante los años 1830 en la zona de Boston, naciendo del encuentro de una filosofía romántica proveniente de Europa con el unitarismo característico de Nueva Inglaterra. No en vano, el término que le da nombre tiene su fuente en una frase de Kant –en su Crítica de la Razón práctica– donde el pensador prusiano llama trascendental al conocimiento que se ocupa, no de los objetos, sino del modo de conocerlos en tanto es posible hacerlo a priori.

En esta línea se escribió Nature, donde, casi a modo de manifiesto, Emerson elaboró una filosofía basada en la realización individual por medio de la experimentación de la Naturaleza; de la contemplación de sus leyes como vía de acceso al conocimiento de la Verdad con mayúscula; esto es, de Dios. Thoreau la llevó a la práctica y lo hizo afrontando todas las contradicciones que la empresa implicaba, ya a mediados del siglo XIX.

La contradicción es pues, uno de los rasgos distintivos de la vida y las letras de H.D. Thoreau. Se sabe que en sus apariciones públicas se veía obligado a reprimir sus sentimientos encontrados por la coexistencia en sí de lo social y de lo salvaje. Hawthorne lo verificó con sus propias palabras, haciéndonos saber cómo su colega parecía “inclinado a llevar una existencia india entre hombres civilizados”.

Conocedor de un riesgo que no quiso correr, Emerson se las arregló para reconciliar naturaleza y progreso en un solo discurso; por encontrar un punto de convergencia entre pasado y futuro. Por el contrario, Thoreau, siempre nostálgico, se aferró a la contemplación de una naturaleza herida y crepuscular. Así lo hizo hasta su último y tuberculoso suspiro.

Tal vez por ello no haya espacio para épicas triunfalistas en las letras de Henry David; no haya, en definitiva, nada que celebrar. Junto a la soledad del pesimista romántico genuino, sí encierran una profunda solemnidad que ha cautivado a pensadores de la talla de Nietzsche y Ghandi.

Con todo, y aunque sólo sea por un momento, con Thoreau se adquiere una conciencia verdadera del ser y del lugar. Igualmente, el lector descubre por sí mismo la terrible falacia de un desarrollismo empeñado en arrancarnos de la naturaleza; una naturaleza dispuesta a darnos todo, incluso nuestros pensamientos más elevados. La referencia a Thoreau como aristócrata de lo espiritual se basa en una idea que el propio autor plasmó en sus escritos. Aparece referida a lo aristocrático en relación a dicha elevación del pensamiento; es decir, de un elitismo espiritual y no social.

Por eso es curioso lo que Chesterton escribió acerca de cómo tener algo de aristócrata equivalía a tenerlo de anarquista. También lo es lo que Herta Müller ha dicho recientemente sobre las utopías y su facilidad para transformarse en horrores cuando se llevan a la práctica. Nuestro aristo-anarquista siempre lo supo y por eso su acérrima defensa de la libertad individual queda hoy más que legitimada.

En cualquier caso, la idea de aristocracia del pensamiento encierra un fuerte sentido democrático y, por tanto, característicamente norteamericano. Los procesos emersonianos del crecimiento espiritual por medio de la contemplación estaban al alcance de todo individuo. Además, en el tiempo de Thoreau estaba en boga el ideal de self made man, el hombre que se hace a sí mismo, una tradición que ha llegado hasta nuestros días algo corrompida, en forma del archiconocido American dream.


América y el poema del mundo

Toda la obra de Thoreau se mantiene fiel a ese principio de accesibilidad. Como Emerson, apostó por una literatura transgresora del clasismo intelectual heredado del Viejo Continente y escribió que “hay una especie de verdad y naturalidad doméstica en algunos libros que es muy rara de encontrar y que, sin embargo, parece bastante asequible”. Pero la asequibilidad de verdades naturales resultaba insostenible en un país moralmente oscurecido por la esclavitud. El poema del mundo, como le gustaba decir a Henry, no podía ser escuchado en América mientras aquélla persistiese.

Una historia que todo lo transforma ha permitido que su efigie acompañe a las de los presidentes estadounidenses y a la de su mentor en el panteón de los héroes americanos. La misma historia, no obstante, ha demostrado cómo el abolicionismo tan defendido por Thoreau ha resultado, entre otras cosas, en la actual presidencia de Barak Obama.

En cualquier caso, el grupo trascendentalista de Concord debe ser recordado como la punta de lanza del progresismo estadounidense del siglo XIX. Además, su filosofía no dejó a nadie indiferente, calando profundamente en Whitman y Dickinson, despertando cierto escepticismo fatalista en Melville y animando a Poe a burlarse de ella.

Más allá de su asilvestramiento filosófico y vital, Thoreau pertenecerá por siempre a la tribu ilustrada del gurú Emerson, junto a la feminista Margaret Fuller, Bronson Alcott y otros pensadores que, si bien no compartieron el posicionamiento intelectual de nuestro autor, sí lo hicieron con su deísmo y su afán reformista. Tal vez no sea casual que Massachusetts sea uno de los pocos estados norteamericanos que ya permite la unión matrimonial entre homosexuales.

Como auténtico aristócrata del espíritu, Henry David tuvo la deferencia de compartir con nosotros un pensamiento gobernado por la percepción y en donde la razón no es más que un sirviente sumiso. Aunque a veces tensionadas por la pugna entre natura y cultura, nos deja una letras sinceras, pacíficamente combativas y absolutamente desprovistas de toda retórica engañosa.