Leer Nº 285
A pesar de los ensanches y los
programas urbanísticos (tan actuales como el famoso PAU, o ya pretéritos como
la Unidad Vecinal de Absorción), hubo un tiempo en el que, en una ciudad como
Madrid, las torres de ladrillo parecían brotar directamente de los arenales de
extrarradio, formando redes cubiculares dispuestas a conquistar palmo a palmo
la tierra amarilla; dispuestas a hacerlo más rápido que lo que siempre parece,
y mucho más inexorablemente. Es cierto que la guerra continúa -y continuará-
mientras quede espacio que reticular; mientras sigan precisándose inacabables
almacenes de personas con los que expandir el perímetro de la urbe.
Pero hubo un momento idiosincrático
en la modernización de la capital, unos setenta en los que parecía que se
hubiese arrancado a un montón de ancianos pueblerinos de provincias y se les
hubiese reubicado en aceras a estrenar. Sáenz de San Pedro retrató a alguno y
no se sabe si camina filosóficamente o si está algo desorientado. A todo esto,
los chavales trepan por los cortados o se reúnen alrededor de un boquete en un
talud. Y se ven islotes indultados por sostener una torre de tendido eléctrico,
y riachuelos de escombro en los pliegues de los planos inclinados que unen dos
niveles. Afortunadamente, Sáenz supo de la importancia de documentar todos
estos procesos urbanos tras regresar de Londres, constatando la importante
diferencia entre el área urbana más grande de Europa y una pequeña Madrid
hambrienta de dehesa.
Aún tenían que suceder muchas
cosas. No tardarían en llegar los estragados años del caballo, la delincuencia juvenil de barriada, los realojos de las
hordas humildes venidas del campo, pero también la gestación de la clase media,
o una regulación urbanística que ya no permite levantar viviendas en cualquier
parte, como llegó a estilarse, casi a la manera del Salvaje Oeste. Donde la ciudad termina nos habla de
todo esto por una parte. Por otra, despliega una dimensión crítica, poética y
muy propia de los espacios vivos: si
Londres era entonces una urbe de largo terminada, prácticamente un jardín
enorme, Madrid permitió durante un breve lapso la convivencia de lo caótico con
lo civilizante. Manzanas recién inauguradas y dunas áridas conformaron
panoramas efímeros, hechos de pasado y futuro a partes desiguales y muy capaces
de invitar a la nostalgia una vez enmarcados. Y es que todos hemos perdido
algún solar íntimo, alguna vista de casas bajas, algún terruño agostado, en
esta guerra por el tiempo y el espacio.
Las fotografías incluidas en esta
escueta exposición muestran a veces un marcado carácter iconográfico, como es
el caso de una que, muy a lo Robert Adams, da fe de la vida entre camiones del
Circo Americano. En otra, más a lo Doisneau, vemos a cuatro chavales escalando
una pared de arena, alzándose un novísimo edificio blanco tras ellos. En otros
casos, las fotos se antojan más casuales, incluso cuando retratan a
protoquinquis o a niños posando en el centro de una carretera encharcada y sin
pavimentar. De las vallas publicitarias en medio de la nada a la ropa tendida,
de aquellas viejas cabinas cuadradas y acristaladas a los muros grafiteados con
brocha, el fotógrafo alavés recupera un mundo que parece muchísimo más lejano
de lo que verdaderamente es. No cabe duda de que, entonces, las cosas no iban
tan rápido como ahora y de que, en muchos sentidos, la capital era mucho más
grande y misteriosa. Donde la ciudad
termina es de algún modo donde la ciudad, tal como ahora la entendemos,
nació. Sí que quedan algunos bastiones de desorden
aquí y allá, por supuesto, con lo días contados, pero eso ya es otra historia.